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Beltrán, el urgente

  • Tosco
  • 14 jul
  • 7 Min. de lectura

El golpe del sobre, seco y contra el primer escalón del palier, atravesó el zaguán, la sala de estar y las habitaciones hasta encontrar, sentado en la cocina, a un semidormido Beltrán.

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La destreza del cartero pospuso su presente inmediato. Dejó el tenedor a un costado del plato, cerró la llave de paso del gas y salió enseguida; el sonido que lo interrumpió ahora le mostraba el camino.


Las cuadras se sucedieron parejas. Los pájaros labraban una primavera amable. Con el saco en la mano caminó sobre el polvo de ladrillo esquivando canteros pintados con cal, el ombú bicentenario y el busto fundador del pueblo en la plaza principal.  

Beltrán era un tipo corto dispuesto en virtud del trabajo. No había nudo que no desate, trámite que lo someta, logística que lo atormente. 


Cuando se quiso acordar estaba delante de la puerta de entrada. Una de las hojas de hierro estaba abierta. Entró sin anunciarse. Pasó de largo el perchero de madera, con ganchos y platón de bronce y, sin colgar el saco beige, fue directo al fondo. Conocía la casa.

Por el golpe de los mocasines se entendió que venía con prisa. Beltrán lo asistía desde que ganó el Nacional y, sin ánimos de exagerar, aquel hombrecillo había hecho un trabajo notable. Más allá del apuro, era un tipo elocuente, prolijamente vestido y dueño de una resolución que bien podría envidiarle cualquiera. Sin imprevistos que lo ahoguen en dudas, a su lado todo parecía ir lento. Hacía cualquier diligencia a contramano horaria y, quizás por ello, atravesó el pueblo a las tres de la tarde.


—¿Qué vamos a hacer, podemos esperar para contestar, no sé, una, dos semanas? —mentía Beltrán delante de un destino que respiraba adentro del sobre.  


El Campeón no dijo nada. Ni una mueca, ni la media sonrisa que lo sacaba de quicio. Beltrán miraba como llenaba de aceite un frasco de aceitunas negras con granos de pimienta y una ramita de romero. Se detuvo en el movimiento de los dedos dueños del puño, la gloria y la delicadeza para limpiar el borde del frasco con un trapo húmedo.

Impaciente, moviendo una de sus piernas, fingió toser o necesitar algo de agua.  


—Mi querido Beltrán, ¿sabe usted que las aceitunas tardan unos cinco días en agua para quitarles lo amargo? Después es cosa de uno cuando servirlas —dijo el Campeón sin apartar la vista del frasco.


Ni los veintitrés años forjando el nombre y un estilo incuestionable bastaron para dejar de tutearse. Aquella relación que apenas desbordaba lo profesional, era la cosecha de un éxito que no habría sido posible sin uno del otro.  


Beltrán no entró en el juego. Siempre el mismo baile, pensó. A mayor impaciencia más larga la vuelta. Miraba el sobre igual que un perro al plato de comida vacío. El Campeón ya estaba avisado. Que la carta haya llegado a casa de su asistente fue solo un acto de cordialidad para cuidar las formas.

Sin necesidad de la décimo séptima defensa seguía en carrera, pero con el desgaste propio de quien puso el alma al servicio de una disciplina. Ahora, a los cuarenta y un años, lo que lo convertía en Campeón no era el título ni las defensas. Sino que, pudiendo retirarse, brindarse al éxito suponía parte de existir en un terreno a mano.

Se excusaba con la necesidad del público, aunque en su círculo íntimo era un secreto a voces que temía más por no saber qué hacer después del retiro que a seguir compitiendo.


De cualquier modo, había separado un dinero para vivir bien y tenía acuerdos de palabra con los sponsors más importantes para lo que vendría después.

Estaba todo medianamente arreglado y tampoco es que necesitase demasiado. Humilde para administrar, nunca tercerizó demasiado ni tampoco faltó a ningún compromiso comercial al que estuviese sujeto.


Vivía sin lujos, postura que sus hijos no entendían, incluso reprochaban. Había advertido, ni bien llegada la fama, que mientras más se escondía más se lo buscaba. Era parte de la cotidianidad de un pueblo que no se sorprendía si lo encontraba en la fila del mercado a la hora del vermú. Con la ecuación comprendida, la maravilla se perdía con la costumbre.

Bastó una sonrisa para saludar y hablar poco para que a la gente le alcance. Es cierto que a cada victoria era un poco más complicado, pero el hábito de estar presente en el pequeño mundillo de los mortales hizo que ningún fanatismo lo pase por encima.

Durante los veranos paseaba con la familia en sandalias de cuero y pantalones cortos que apenas se veían debajo de la camisa de lino, mientras tomaba un helado en la peatonal de Santa Clara del Mar.


—De todas las ciudades del mundo que tuve la suerte de conocer, nada supera al bronceado atlántico —bromeaba con la prensa local, pero también saciaba el hambre de un público al que le maravillaba el sentido patrio y sencillo del Campeón.  

Tenerlo a mano, amable, dispuesto a una nota, una foto o un autógrafo, lo humanizaban.


Era un placer tener entre unos y otros a un ejemplar que, pudiendo ser tapa de revistas y transmisiones pagas, era parte de un ritmo cotidiano y tangible. Cuando algún periodista preguntaba por su austeridad, respondía que con la casita en la costa y el pueblo que lo vio nacer, sobraba. Además, reconocía ser un pésimo hombre de negocios, cosa que aprendió luego de perder un dinero en un campo de Arrecifes con gente con la que no tenía que haber andado. Después de aquello supo decir que no.


La gente no veía en él, sentido de la oportunidad. Encontró la beneficencia en el anonimato: las sillas de ruedas que llegaron al Hospital Municipal sin remitente, la jardinería en la plaza, o el sistema de sonido, con escenario incluido, en el aniversario del pueblo llevaban escondida su firma.    

Beltrán lo miraba fijo. Se había recuperado bien, eso es cierto y contaba. El primer año después de la última defensa saldó preocupaciones por hábito, y una correcta y ordenada rehabilitación del manguito rotador derecho pusieron las cosas a disposición del orden. Y esto para un Campeón supone únicamente una sola cosa: el anuncio de que se encuentra listo para el rival siguiente.


Los últimos seis meses se debatió entre el gimnasio, su bigote chevron, clases de ajedrez y la lectura de la migración burgundia hacia el Ródano con un inexplicable interés por algunos períodos de la vieja Europa.


—Así me distraigo —decía el Campeón nacido de la victoria, sostenido por la vigencia


Sin embargo, el último período había sido distinto. Si bien gustaba en viajar, conocer nuevos hoteles, entrar por las puertas traseras de los restaurantes y cierta atención de la prensa, es cierto que de un tiempo a esta parte prefería los eventos locales, las convenciones regionales y las sesiones de fotos en el comedor de su casa; como si ahora, que tenía más de lo soñado, sintiera el gusto dentro del límite que fue creando a medida que fue creciendo.

Al retiro había que tratarlo durante la carrera y no después. Como un duelo próximo, erguido a la puerta de lo extinto, sabía de un importante índice de colegas inactivos que la depresión los sorprendía de golpe, algunos con desenlace fatal. Todo esto se trataba en el Comité Nacional y si bien no había cifras oficiales, aquello era un secreto a voces. Aceptar, o no, a un rival joven, que venía de abajo con el hambre que una vez tuvo y necesitaba probarse nada menos que con un Campeón, justificaba la impaciencia del bueno de Beltrán.   


El Campeón hablaba poco y sin referencia al futuro inmediato ni sobre cuantas defensas había por delante. Beltrán no lo ponía en duda. Sin embargo, su preocupación marcaba una puntillosa revisión sobre la nueva contienda. Sin nada que demostrar y con el camino hecho el Campeón estaba holgado, pero distante.  


La decisión trajo a Beltrán un alivio extraño. Después de todo, no tenía más que el fondo de retiro de la Asociación y alguna que otra modesta oferta de trabajo con competidores incipientes.


Había penumbra en el horizonte de Beltrán; haberse brindado al Campeón y compartir éxitos que nunca se notarían propios, inquietaba y advertía un vacío cercano.


Víctima de su propio abandono, con un porvenir ajeno y sin forma, el presente se confundía con la sensación de ahogo que le daba últimamente cada vez que se iba a acostar. La imagen amarillenta del placar semiabierto, prácticamente vacío, dentro de una modesta habitación en una casa de alquiler a nombre del Campeón, desnudaban a Beltrán del disfraz que ponía entre el éxito y la soledad. Si hubo un tiempo para la familia, este había pasado de largo entre giras, compromisos, entrenamientos y comisiones directivas. Trabajar para el Campeón melló su voluntad y si este no se retiraba era en parte por la deriva que supondría al entorno más cercano.   

Beltrán discutía consigo la longevidad de una carrera foránea empeñada en sostener un coraje que no tenía.



Alguna vez dijo algo sobre Eugenia, pero en cuestiones del corazón nunca supo expresarse bien. Hubiese aprendido a quererla, sentar cabeza, dedicarse a ella, pero acepto sin ganas el sinsabor de mujeres de paso y sin nombre. El tiempo hizo lo suyo, la falta de un cariño sensato blindó la humanidad de un espeso Beltrán.


Tosió de nuevo, más fuerte.


Tenía un sueño recurrente: el Campeón perdía el contorno y la forma, mientras se alejaba con la mesa, el frasco de aceitunas y el trapo. Un sueño donde las cosas se escapan del alcance de la mano y en donde él, tieso, inmóvil, no podía hacer más que apretar los dientes de una bronca que escondía una pálida angustia.  

Por asuntos contractuales, la pelea no se hizo nunca. Beltrán siguió rumiando. Desteñido, caminaba con la tarde encima en busca del bagayo que guardaba dentro de la tapa de luz del pilar que daba justo frente a la iglesia. La noche lo descubrió dormido al cobijo del ombú, en el mismo banco de plaza que lo vio comer aceitunas cuando era todo un Campeón.  


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