Crónica para un amigo muerto
- Tosco
- 30 jun
- 13 Min. de lectura
Actualizado: 1 jul

Dos tipos. Un asturiano, un argentino. Un traficante, un viajero. Tres noches, dos provincias y el silencio que trajo el año de su muerte.
El calor que sentí apenas puse un pie afuera del aeropuerto de Bangkok evaporaba el sudor antes de que este se forme.
Fue un martes al mediodía.
Suele decirse que lo más peligroso de los aeropuertos son los taxistas, sin dudarlo tomé el primero que encontré.
Un Toyota Corolla verde y amarillo con un conductor que hablaba en un idioma incomprensible. Un primer viaje en taxi en la ciudad con la que había soñado desde chico. Peligroso o no, los taxistas son un buen registro del lugar al que se llega.
Del espejo retrovisor colgaban collares con piedras de colores y, en la luneta, una figura con forma dragón al que el hombre tocó por encima y dijo unas palabras antes de poner primera. Sobre el parasol había fotos familiares y, entre los asientos, arriba del freno de mano, bolsas con algo de comida y una botella con agua que en algún momento parecía haber tenido alguna refrescante bebida local.
Llegué al hostel, acomodé la mochila en el locker de la habitación y bajé al lobby por una cerveza Tiger.
Bangkok me recibió prácticamente vacía.
Dos de la tarde, cuarenta y un grados. El hambre me sacó a la calle. Compré un Pad Thai en un puesto callejero que me sirvió una señora mayor en un plato de telgopor. Me acomodé debajo de una sombrilla al lado del puesto, bebí otra Tiger y agarré el teléfono.
Fue la primera vez que hablé con Canica.
Quedamos en que nos veríamos dentro de algunos días en algún lugar de Phuket.
—Ni se pregunte, ¡colega!, tú me dices y voy por ti. Así quedamos y no se hable más. Por cierto, mi nombre es Marcos. Pa’ ti colega, el Canica, de profesión, traficante.
Su contacto me lo había pasado Adrián, un amigo que vive en Asturias.
Traficante, qué carajos, pensaba bajo un sol insoportable. Había leído que traficar con drogas duras en Asia cuesta la vida, e incluso en pequeñas cantidades largas condenas.
Entonces, ¿quién era este tipo con el que había quedado en encontrarme?
Ruido.
—A quién me mandaste —le escribí a Adrián—, yo estoy de vacaciones y no quiero quilombos, solo quiero un poco de marihuana y tomar un trago con alguien que hable en mi idioma, no un traficante.
Por supuesto que Adrián minimizó el hecho y me quitó de encima diciendo que no lo moleste con pavadas, que él no estaba de vacaciones y que ya era yo un muchacho grandecito.
Básicamente, que no le rompiera las pelotas.
Así contesta un amigo, pensé. Lejos de molestarme, me dejó tranquilo.
La idea de ver a Canica fue en virtud de hacerme de marihuana a precio local y no el que se manejaba en los infinitos puestitos que ofrecen hierba por las vertiginosas calles de Bangkok.
Además, después de estar viajando solo y con una mochila al hombro durante un mes en el sur de Asia, me venía de lo más bien un poco de contacto con la lengua castellana.
Terminé mi almuerzo. En la vereda de enfrente cuereaban un yacaré de al menos metro y medio.
El calor explicaba la falta de gente.
Durante los días siguientes intercambiamos algunos mensajes. Lo notaba ansioso. Parecía querer explicarme todo junto y de golpe: quién era, cómo había llegado y por qué estaba tan lejos de casa. Yo insistía sobre el precio de la marihuana.
En Tailandia, la marihuana es legal desde 2022. Se cultiva en granjas que abastecen a una cantidad, nunca vi tantos juntos, ni siquiera en Ámsterdam, de weed shops, puestos callejeros y vendedores que levantan, entregan y cobran pedidos comercio a comercio. En zonas céntricas conté de cuatro a cinco locales por cuadra y por mano.
Pero, así las cosas, un gramo de buena hierba va de los diez o quince dólares en adelante. Necesitaba de Canica.
Pero él, que hacía de su oficio un trabajo formal, nunca terminaba de contestar mi pregunta. No la evitaba, solo no la respondía.
—Bueno, ¡venga!, no te faltará nada, tío. ¿Me entiendes lo que digo, ¿no? Que te la vas a pasar de puta madre, como me dijo el Adrián que tú eres un hermano, ¡vamos! ¡joder!, si algo me faltaba en este puto infierno es que venga un argentino pa alegrarme el alma.
Traficante, pensaba.
Con qué necesidad, lejos de casa y con un traficante.
Sin embargo, me llamaba extrañamente la atención. Podría ser una bella crónica, un buen argumento que justifique todo acto y riesgo; una versión atractiva e imposible, reveladora y audaz, de un periodista y un traficante latiendo en el corazón de Tailandia.
Mi destino se encontraba, una vez más, a una decisión de distancia.
Phuket, cercana como sonreír, sobre el Mar de Andamán y su norte birmano, se encontraban delante.
Llegué un sábado temprano por la mañana a Karon Beach. Las expectativas puestas en un lugar que se supone de ensueño me hallaban dispuesto y bien alimentado.
Si el carácter de Bangkok es de una bestialidad asombrosa y para todos los gustos (y espero en cierto momento compartir), Karon Beach es como levantar una pared sin revestir en medio de una obra maravillosa.
El pequeño poblado, atestado de gente y bajo un calor agobiante, me resultó espantoso.
Una cantidad innecesaria de edificios y agencias de viajes junto a restaurantes y tiendas de artículos de playa encimados en cantidades abrumadoras, atravesados por autos y motos sin semáforos, sentido o dirección.
Esta ciudad costera es víctima de un frenesí insoportable y una prisa inútil que se empeña en llevarla hacia ningún lado. Me di cuenta de que aquel no era un lugar para mí.
Le envíe un audio a Canica que decía que, de vernos, tenía que ser esa misma noche. No me quedaría ni un día más allí. Ahora nos separaban solo unos pocos balnearios.
—Espérate tío, que yo me encuentro a unos treinta minutos. Te coges una moto a la noche y a por unas cervezas. Mira, tío —dijo mientras me enviaba videos de Pa Tong, una peatonal repleta de bares a todo volumen donde el turismo familiar se mezclaba entre la prostitución de guante blanco, cadenas de shawarma y tiendas que ofrecían a viva voz boom boom massage— te vienes esta noche y nos ponemos al día. Joder, tío, no te me vayas sin conocer al Canica, que tengo la ilusión de conoceros.

Dicho esto, me envió las coordenadas sin esperar mi confirmación. Dormí la siesta, alquilé una pequeña moto y bordeé la bahía que tan bien se veía con la luna encima.
Lo encontré en la esquina de un boulevard repleto de puestos de todo tipo de comida callejera apostados en la entrada de un gran estadio de Muay Thai.
—¡Colega —gritó apenas me vio—, bienvenido al puto infierno!
Su sonrisa era la de un niño recién sacado de la penitencia o la del que se encuentra a punto de portarse mal.
Los brazos abiertos se abrían paso sobre la incomodidad de saludarse por primera vez. Mochila al hombro, bermudas y zapatillas de andar, a simple vista y a pesar de su buen gesto, daba la impresión de ser un tipo con los que uno no quiere entrar en discusión alguna. Tatuado desde las manos hasta el cuello, un físico acomodado en un gimnasio, parecía uno de esos pandilleros que insisten en asustar y, sobre este punto, Canica asustaba.
Nos dimos un abrazo como si fuéramos dos viejos amigos. Después de unos segundos me apartó con firmeza y, sin soltarme, me miró fijo con el scanner que tienen aquellos que dependen de la intuición para sobrevivir. Un breve juicio sometido a la voluntad de un tribunal ansioso. Como si en esos dos o tres segundos esperase a que el instinto insinúe alguna primitiva señal de alarma, un gesto particular que advierta la necesidad de atacar, protegerse o mandarse a mudar.
—Venga, tío, ¡qué gusto verte!, me dijo como si hubiese aprobado un examen para el cual no me había preparado, pero del que, sin embargo, había salido airoso. Nos pusimos a caminar enseguida.
Me contó que abastecía algunos weed con hierba de una granja en particular y que si no me molestaba acompañarlo a currar algunas cuadras después nos sentaríamos a comer algo tranquilos.
Nos detuvimos en la puerta de un weed y me invitó a entrar. Saludó a una señora mayor que traspasaba cogollos de un tupper a un frasco que sacó del exhibidor. Un hombrecillo, que parecía ser el marido, se nos acercó con dos latas de gaseosa y se sentó con nosotros.
Canica no manejaba más lengua que la castellana, siquiera las formas más precarias de tailandés o inglés; una cosa es saludar, como cortesía, para pedir un jugo señalando una foto y otra muy distinta es manejar dividendos y rentabilidades en idioma ajeno.
Con todo, comprendía la universalidad del dos más dos y después de sacar un anotador arrugado con números, sumas y restas, arregló con el pequeño hombre precio, cantidad y formas de pago. Sacó de la mochila un enorme paquete de cogollos y se lo dejó al comprador con una cordial sonrisa.
—Ya ves tío, aquí, es así. Ofreces y a la semana empiezan los pagos y no se fía, se da crédito, que no es lo mismo. Como en el amor, se entiende uno enseguida.
La secuencia fue la misma en algunos negocios. Canica era definitivamente un traficante. Había algo en su oratoria cuando contaba muy por encima de qué se trataba el asunto.
Comprendía el único idioma que representan ciertas maneras de ganarse la vida.
—Me dediqué al comercio —me dijo ni bien nos sentamos a comer comida árabe—, pero la suerte, que a veces no debería llamarse suerte, me libró aquí, tío, en el mismismo culo del puto mundo. Cuarenta grados de calor todo el año tío ¡joder!, ¿entiendes? Y los bichos tío, que me cago en los bichos. Unas putas arañas del tamaño de un plato tío, ¿me entiendes lo que digo? ¡Ostia! ¡Puta! ¡Joder!
Distendido, me dijo que había llegado al Sudeste hace dos años prófugo de la justicia española. La causa: narcotráfico. Un gaje del oficio en una noche cualquiera. —Me entregaron —dijo con la inocencia que tienen los culpables.

Estuvo preso durante algunos meses y salió bajo la fianza que pagó algún socio antes de conocer la sentencia. Entre abogados y fiscales resolvieron una pena que Canica no estaba dispuesto a cumplir: quince años. Y, como quien tiene el mundo en sus manos y la pronta necesidad de partir, buscó un destino sin extradición y recaló en Tailandia con un pasaporte falso.
Lo que yo había visto en las películas de acción se encontraba sentado delante de mí a punto de terminar una porción de falafel.
—Pero, ¡vamos! que tampoco voy ir tirándote mi desgracia tío, que estás tú de relajo. Si eres amigo del Adrián eres un hermano mío. Venga colega, a por uno bien gordo ¡eh! en honor a ese malparido.
Había que adivinarlo, leerlo entre líneas. Hablaba mucho, decía muy poco. Su relato era una sugerencia que escondía el cómo, la mirada el porqué, su gesto el todo.
—Me entregaron, colega —rumiaba, clandestino, cada tanto.
Pero Tailandia lo trataba bien. El trabajo prosperaba y se había puesto de novio con una tailandesa que me aclaró que nunca conocería. —Es que soy muy celoso, tío. Lo sé, una locura, pero cosa mía ¿vale?
El calor no aflojaba. Con ese sexto sentido que le había advertido hace rato, se dio cuenta de que estaba a punto de despedirme de él. Canica marcaba el tiempo, manejaba el espacio y atendía supuestos.
Al otro día me iría rumbo a Krabi a buscar la calma que no había encontrado en Phuket.
—Qué coincidencia, colega. Fíjate que yo mañana tengo que llevarle el auto a mi jefe a la misma provincia. Será un viaje de seis horas. Si me acompañas, te llevo a tu hospedaje.
Contesté con evasivas. ¿Cómo no había mencionado esto? Si él conocía mi próximo destino hace unos días, ¿por qué no me lo había dicho antes?
Su actitud cambió. Ahora intentaba convencerme.
—Que yo corro con la cuenta, tío. Lo que haga falta ¿entiendes?
Desconfié enseguida. Lo pensé un segundo. De repente tenía que acompañar a un narco, en auto, de una provincia a otra, en Tailandia.
Además, después de tanto insistir en el precio de la hierba, me había regalado una bolsa llena de cogollos frescos que de ninguna manera aceptó cobrar. Tenía lo que necesitaba para seguir camino solo. Volví al hostel.
En la cama y con la luz del celular en la cara le escribí que no, gracias, paso. Quizás en otra vida, Canica. Un abrazo. Nada que agradecer, tío. Pa ti, el Canica, siempre.
La noche me llevó de un sueño a otro y, de discusión en discusión, allanó toda duda. Me desperté resuelto a las nueve y media de la mañana. Como un acto reflejo, como quien se levanta tarde para ir al trabajo y entra en pánico, agarré el teléfono y le dije a Canica que si no había salido que espere que nos íbamos juntos.
A la hora del ckeck out Canica ya estaba en la puerta. Sacame de acá, le dije sin saludar y con el particular modo que tengo a veces de amanecer.
Levantamos un café y un tostado en el primer 7 Eleven que encontramos, cargamos nafta y salimos a la ruta después de fumar uno. El auto era de uno de los jefes de la farm de la cual se proveía y que vivía en Krabi. De cualquier manera, no quedaba del todo claro el porqué del viaje. Como dije, Canica hablaba mucho y decía muy poco. Sin embargo, se dio cuenta de que, ya despabilado, empezaba a preocuparme el auto.
—Lindo el coche, tío, ¿eh? Si no fuera por el sobrepeso que cargamos… —me dijo socarrón, con media sonrisa, con ese modo taura que tenía para hacer trampa.
—Anda a cagar, Canica.
Conocía la ruta, había vivido en Krabi durante su primer año prófugo y, para él, aquella era una provincia hermosa, pero demasiado tranquila.
Durante el viaje optó por algunos caminos alternativos los cuales aclaró que era para que yo conozca como viven los tai y no por otra cosa, dijo un par de veces antes de guardar silencio por uno, dos, tres segundos y terminar el suspenso con una carcajada tomando con las dos manos el volante como si hiciera fuerza por no salir despedido del auto.
A esa altura, “anda a cagar, Canica”, era moneda corriente. A veces, los hombres encuentran en el insulto una confianza cómplice.
Así las cosas, cruzar el monte fue una experiencia que, sin él, no habría vivido. Parando a comer, mear o tomar algo en lugares sin marquesinas y donde solo era posible la sonrisa como un único lenguaje, resultó ser una mano amable después de tanto venir andando.
A esta altura, los locales empezaban a caerme de lo más bien.
—Tío, no dudes ni por un instante en la buena voluntad de los tai, pero tampoco dudes de que en la primera de cambio resuelven un asunto espeso con machete en mano. Que yo lo he visto, tío. Y, por si fuera poco, los mal paridos crecen con ese puto Muay Thai y andan por la vida con los codos más afilados que un cuchillo. Ten cuidado, colega, no vayas a meterte con uno.
Sin sobresaltos, nos pusimos al día. La familia, los amigos, la vida.
Después de una curva larga, un control policial a unos quinientos metros detuvo el tiempo en un grito ahogado. El habitáculo perdió la gravedad. Un silencio cerrado y sin aire nos gobernó por completo; hubiese sido imposible decir palabra alguna, siquiera pronunciar mi nombre, igual que en un orgasmo. Igual, pero diferente.
Las películas baratas de acción de repente estaban ahí, en celdas inmundas con interrogatorios atroces donde orientales flacos, sucios y sin dientes desarticulaban el estremecedor acto de ser occidentales. Sin embargo, pasamos por el retén a una velocidad prudente y como quien acaba de salvarse de un accidente terrible.
Tal debe haber sido el susto, que ahora no recuerdo ni como van vestidos los policías camineros en esa región del país.
—Menudo trabajo tengo colega —dijo después de uno o dos kilómetros y justo antes de soltar una carcajada animal, un aullido bélico y delincuente que acaba de mojarle la oreja al destino no sin antes pisarle la cola al gato.
Yo, que no sabía si llorar o tirarme por la ventana, empecé a reírme con él.
—Yo pago el almuerzo, Canica, La puta que te remil parió —dije eufórico, frenético.
Nunca supe lo que había en el auto. No pregunté, no hizo falta.
Mi último destino quedaba en Ao Nang, un distrito provincial atravesado por el monte, la selva y el mar. El ambiente, era otro. El pueblo no invadía el espacio donde crecía, sino que era parte de él. Su gente, amable y trigueña se movía con más calma y un turismo acorde no se agolpaba más que en una pequeña parte de la costa y a la hora de salida o regreso de las lanchas que iban y venían de las islas cercanas.
Después de un día largo llegar a buen puerto vino de lo más bien.
Canica concia Ao Nang, su gente, comercios, costumbres. Esa misma noche estacionó el auto en la puerta del hostel.
Vino con un catalán que era todo lo que parecía: un yonqui autoexiliado en las playas tailandesas, con un precioso sentido del humor y un gusto particular por la noche y sus obscenidades.
Sergi había querido suicidarse en Barcelona hace dos años, producto de la cocaína y los analgésicos. Ahora andaba rubio, panzón, bronceado y en scooter, pero aburrido. Fuimos a una pizzería donde se sumó un tal Marc, un inversor afro de San Francisco que quería importar hachís desde Marruecos y que se había enamorado de una tailandesa con la que esperaban su primer hijo.
La cuadrilla bebió tal cantidad de cervezas que la brisa oceánica nos alcanzó a una fiesta sobre la playa, donde las antorchas clavadas en la arena parecían unir, sobre el agua, la luna con el sol.
De lo demás prefiero decir poco. Por el gusto al escondite oral al que ya me había acostumbrado Canica y porque no recuerdo cuestiones básicas tales como cómo fue que volví al hotel. Al otro día tampoco me acordaba donde había sido la fiesta y nada más supe del afro ni de Sergi.
—¡Que te sirva esto de cuento, me lo debes tío, que la vida es pa meterle pimienta! —me dijo Canica la última vez que lo vi.
Él iba de regreso a Phuket. Yo, en ojotas y con una cerveza Tiger bien fría debajo de una sombrilla en una esquina cuelquiera, veía por fin cómo llegaba el descanso de uno de los viajes más intensos que había vivido.
Por lo demás, Ao Nang me dio unas semanas de las mejores playas del mundo, jugos de colores y comidas callejeras dignas de todas las estrellas del universo Michelin.
El tiempo pasó. Ya en Buenos Aires hablamos alguna que otra vez durante el último año.
Hace unos días, Adrián me dijo que Marcos había muerto en un accidente de moto, en una esquina cualquiera y en el puto infierno, como hubiese dicho él.
La noticia fue amarga como el primer mate. No era el final para el bandido de enorme sonrisa, pero no se me ocurre algo más duro que el asfalto para ponerle un freno.
Cualquier espacio le quedaba chico, incluso el mar.
Una tarde, un camino, un capítulo aparte de una parte que irá conmigo en cada viaje.
Aquí saldo mi deuda, querido Canica. Con la palabra escondida y con el enorme gusto de haber andado un rato contigo.
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