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El capricho de Olivera

  • Tosco
  • 11 jun
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 23 jun

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A la altura de Baradero, volviendo de Santa Fe, los arreglos en la Ruta Nacional Nueve obligan al desvío sentido la Ruta Nacional Ocho. Un tramo de treinta y tantos kilómetros sin iluminación y en pésimas condiciones. La noche —una noche aburrida de manejar un buen rato donde el otoño podría haber cabido entero— cayó de golpe hecha toda una aventura con forma de Ruta Nacional Cuarenta y Uno.


Cuando falló el GPS, cosa que hace cuando más se lo necesita, es decir, cuando uno está por completo desorientado hizo lo que mejor le sale, fallar cuando más se lo necesita, un riesgo primitivo, rudimentario, similar a la heladera Siam de la casaquinta de la tía Mónica cuando todavía tenía las paredes sin revocar, me atravesó la espalda.   


—Ojo que patea, —repetía hasta el cansancio la tía— que la muerte, mi vida, por más lerda que parezca si quiere te agarra antes de que llegues al vaso de leche. No todos se la encuentran viejos.


Así decía, tal cual. Igual, yo a veces la abría descalzo, para embromarla, para probar el gusto que da saber lo fácil que se puede llamar a la muerte. Me sorprendió pensar en aquello en el mismo momento en el que caí a cuenta de lo oscuro que era el camino.

Con toda prudencia, sin opciones colectoras o alternativas, y sin más remedio que ir hacia adelante, reduje la velocidad. Me mantuve sobre la huella, apenas visible, que los camiones de carga habían trabajado sobre el asfalto. A simple vista, no había que ser muy despierto para darse cuenta que hace años la calzada no sufría del mantenimiento más mínimo.


Como dije, y según el único e improvisado cartel ni bien se toma la salida, la Ruta Nacional Ocho estaba a unos treinta y pico de kilómetros.

El cartel era más bien un letrero que, al parecer, habrían colocado los trabajadores para alivianar la tensión que se siente cuando no hay que obedecer ninguna orden.

Lo cierto es que por la propia velocidad que se trae al tomar la salida, la pésima disposición del aviso esquinado a la derecha, en el mismo sentido de la curva donde inevitablemente para verlo bien había que quitar la vista del camino, apoyado sobre el guardarraíl y pintado con letras negras sobre un fondo naranja sin fluorescencia, impedían ver con claridad la distancia hasta un tranco más amable, nutrido de señalizaciones y estaciones de servicio para sobreponerme a fuerza de baguetines de pollo y champiñón.


—El cartel está mal colocado. Terminado el tema, ¡cartel de mierda! —fue de lo poco que dije en voz alta más allá de algún que otro estribillo tarareado antes del silencio. Eso pasó después.         


Ni treinta ni cuarenta, treinta y tantos kilómetros de estrecha banquina de tierra húmeda, de no más de un metro de ancho, interrumpida de lado con una larga hilera de cardos secos sometidos por el templado pampeano. Apagué la música para escuchar la noche; una noche sin teatros, restoranes o cafeterías de autor; una noche vasta, y sin demasiada ilustración, que me sostenía alerta y desconfiado adentro del coche.  

La Ruta Nacional Cuarenta y Uno y la misma sensación de peligro que la heladera de la tía Mónica, en Moreno, con el árbol de moras en el límite con General Rodríguez, y donde no veía la hora de que terminen las clases para ir a pasar los veranos sin sistemas satelitales de navegación ni opciones digitales para sobrevivir.   


Con el andar aparecieron los primeros baches. Nada graves, nada profundos. De no pasarlos por encima, los habría confundido con manchas apenas más oscuras que el color del pavimento. Los kilómetros trabajaron el suelo con el temperamento del abuelo Felipe, el carácter de un lemon pie y la tenacidad de Bangkok.  

El volantazo fue suave, pero alcanzó para que el neumático trasero suene igual que los pequeños tetrabriks de jugo después de un pisotón en algún recreo primario para impresionar a las niñas. Hueco, con el llamado de atención que tienen las cosas a las cuales no se les puede evitar volver la vista. Reaccioné haciéndome el tonto, como si no hubiese pasado nada, como hice siempre. La llanta luchó unos metros contra el caucho por una porción de asfalto y me llevó lento hacia la banquina.


En el asiento del acompañante había tres alfajores santafecinos de dulce de leche, traídos de la provincia como propina de mi vago trabajo de escritor, media botella de agua, mi par preferido de medias para dormir que había agarrado húmedas y a las apuradas del tender y un paquete con uno pocos cigarrillos que racionaba hasta la próxima área de servicios.

El viento arqueaba los cardos sin flor. En caminos alternativos, que se sugerían paralelos y lejanos, los camiones como hormigas luminiscentes dentro de un laberinto que iban y venían lentos, prolijos y mudos. Tomé un sorbo de agua. Con la vista puesta hasta donde llegaban las luces del coche, apagué la calefacción y me quedé quieto con la botella en la mano y las luces del tablero impresas contra los vidrios laterales. Todo lo que me mantiene vivo, lo tuve que comprar, supuse en voz alta, mientras me reía de una supuesta e ilógica debilidad que tomaba fuerza con el peso de la vastedad de la noche.


El sonido de las balizas, más rápidos que mi ritmo cardíaco, los insectos que habían encontrado su suerte en el parabrisas, el teléfono móvil al límite de batería para buscar un auxilio que no llegué a pedir nunca y el viento empecinado en arquear los cardos alimentados por el contorno de la noche, me bajaron del coche.


Un frío incómodo, abierto y sin explorar. Un frío a la intemperie, inmenso. Encendí un cigarro. La bocanada roja me iluminó las manos y parte del mentón. Había olor a pasto, a exterior y a estar adentro de algo grande, pesado y sin contorno. La suela de mis zapatillas quebraba la escarcha mientras caminaba en círculos similares a los de la sala de espera de algún hospital. El estruendo, también hueco, vino apenas después. Determinante, como la primera descarga de artillería en la batalla de Olivera, donde unos dieciséis mil hombres se mataban coterráneos, desconocidos y sin asfalto, en un junio de otro siglo. Acá cerca, por San Antonio de Areco, en tierra de Doña Martina, que tan generosa ha sido conmigo.


En todo caso, supe morirme, despierto como siempre, por culpa de un vaso de leche.

En todo caso, ocurrió tiempo atrás, después de Olivera, antes de los disyuntores y de matarme en la Cuarenta y Uno.

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