El inmortal de La Paternal
- Tosco
- 14 jul
- 7 Min. de lectura
Dueño de la panadería que atiende, juega al dominó, apenas le interesa el fútbol, visita regularmente al odontólogo, reniega de los impuestos, la primavera lo atesta de antialérgicos y no es de extrañar verlo haciendo fila en la farmacia de Nicasio Oroño. En todo caso, así las cosas, tiene la notable condición de no morirse.

Supe de él yendo en taxi de Flores a Colegiales. El cartel plastificado que colgaba del respaldo del asiento lo presentaba como Juan Vitello o Vitale, apellido italiano que olvidé. La conversación empezó y terminó en un solo sentido: el clima para el fin de semana, algo de política y un robo frustrado que había dejado un policía muerto, creo que en el centro. Cosas de la radio prendida, pensé mientras asentía con la cabeza y pequeños balbuceos.
Sabía usted que esa es la panadería del inmortal dijo, con la vista puesta en el espejo retrovisor, llegando a la esquina de Tres Arroyos y Cucha Cucha. No presté demasiada atención, debía ser aquella una treta para desarmar mis monosílabos. Seguí pensando en cualquier cosa, mientras la marquesina de la panadería pasaba de largo.
La idea de un inmortal en medio de Buenos Aires no me conmovió en lo más mínimo; sería cosa de choferes aburridos que cocinan cuentos inciertos, citadinos y fantasmales.
Dos años después de aquel viaje Marcela se fue de casa. Era una tarde hermosa, el sol bien puesto y un flete cargado de todas nuestras mitades. Sorprendido por el orden con el que entraron sus cosas en una pequeña camioneta, y con la necesidad de sufrir como corresponde, me dispuse a que el mundo se venga abajo que, en casos así, angustiarse está muy bien visto.
Sobrado de tiempo para ordenar el living comedor a mi antojo, imagen y semejanza me extrañó un poco la falta de llanto, siquiera una cosa pequeña y sin ánimo. Con cierta calma, dentro de mi polera gris y sentado en el sofá como si hubiese encontrado un objeto perdido, la memoria me mostró la foto de la marquesina de la panadería. Al otro día, fui a comprar una torta de ricota, porque ¡vamos! de ninguna manera podría haber un inmortal atendiendo una panadería.
Al negocio no le sobraba ni le faltaba nada: puerta vaivén de una sola hoja, heladeras con sanguches de miga de un lado, tortas del otro y un exhibidor de vidrio donde las facturas se ordenaban en bandejas de aluminio rectangulares. Detrás, dos estantes ofrecían galletas sin sal, velas de cumpleaños y botellas de sidra Real arriba de los canastos cargados con miñones, flautas y los demás etcéteras de la panificación argentina. En lo alto, un reloj de pared tenía impreso “Ávila” detrás de la esfera y parecía llevar años sin funcionar.
Hernán no aparentaba más de cuarenta o cuarenta y cinco años. Moreno, hosco, nariz en punta, ceja ancha y cabello cerrado, ondulado y oscuro. Ni una cicatriz, ninguna marca longeva de otro tiempo propia de un museo con vida.
Nada. El hombre parecía ser tan común como corriente. La primera impresión fue la de un tipo adusto y solemne. De esos que no acompañan los buenos días con una sonrisa y parecen más bien funcionar en automático. Llevaba puesta una remera blanca debajo de un delantal del mismo color con lo que parecían ser viejas manchas de levadura.
Volví el domingo siguiente, más temprano. No eran todavía las once de la mañana. La panadería estaba con gente y me distrajo una señora que puso en la canasta dos medialunas de grasa y una tortita negra. Hasta mañana, Hernán, le dijo sonriendo después de pagar la cuenta. Comé, que te veo más flaco, querido.
Hernán se movía lento, empaquetaba, cobraba y parecía que también se encargaba de las tareas de limpieza y mantenimiento. A mi turno, pedí un kilo de flauta que acompañé con un tímido comentario sobre las pastas del mediodía. O no me escuchó, o no quiso contestarme.
El miércoles era el cumpleaños de mi único sobrino. Al protocolo de mi hermana no podía faltarle masas dulces. Todos los años lo mismo. Lejos de fastidiarme y para compensar la falta de padre de un niño que nunca logró conmoverme, encontré un motivo para volver y elegir algo de otro de los mostradores. Fui decidido a comprar el dulce para una pobre mesa festiva.
—¿Cómo que cuántas? Me mataste, no tengo idea, son para la mesa de los grandes en el cumpleaños de un chico —no sé si me lo preguntó o si fue un impulso para disimular la impericia de quienes entienden a las macitas como un coqueto adorno de las vitrinas —, serán unas diez señoras, un puñado de solteronas que encuentran alivio en las desgracias ajenas.
El cumpleaños estuvo aburrido como en cualquier festejo en donde uno no tiene nada que hacer; una veintena de pibes corriendo una pelota en la canchita de fútbol del barrio en ocasional alquiler para asuntos como estos. No dejaba de pensar en Hernán, en las masas, en el reloj de pared, en la inmortalidad.
Volví a la panadería al otro día. No compré nada. La idea de su mera existencia, que me parecía absurda e imposible, ahora empezaba a fastidiarme. Es que era acaso mentira o, en todo caso, ¿por qué estaba yo ahí por el comentario de un taxista de escurridizo apellido italiano?
Hernán traía consigo la calma con la que se presupone y juzga a los trabadores del pan. Por eso no me asustó cuando lo vi venir ladeando la heladera de las masas ni cuando me pasó por el costado y giró el pestillo de la puerta de entrada.
Me invitó al fondo inclinando la cabeza con media sonrisa.
Se desató el nudo de la parte de atrás del delantal y se lo echó al hombro. La remera pegada al cuerpo sin una mínima señal de sudor. Caminaba lento. Lo seguí hasta pasar por la puerta que separaba el salón con el misterio que esconden las panaderías y los inmortales.
El fondo del negocio era tan sencillo que me decepcionó un poco. Tenía la vaga idea de numerosos artesanos en movimiento como en una especie de navidad leudante. Allí, no había ningún ir y venir de reposteros, ayudantes y proveedores convertidos en una máquina panificadora perfecta. Ni siquiera el olor a medialunas que despierta a los vagabundos y destroza a los trabajadores baqueanos del alba.
Un antiguo horno empotrado en la pared soltaba una confortable tibieza. La enorme mesa de madera rectangular, con una fina película de harina, sostenía un variado tipo de moldes de aluminio prolijamente acomodados. Las paredes blancas, los bolsones de harina en uno de los rincones y una antigua heladera industrial en donde había quedado apoyada la escoba daban la sensación de estar, efectivamente, en una panadería.
Me invitó a sentarme entre el horno y la mesa. Calentó el agua en una pava demasiado grande con años de hollín y puso algunas medialunas de manteca sobre el piso del horno.
—¿Hace cuánto sos panadero? —pregunté.
Se quedó callado, pensativo, entre la duda o la sorpresa, como quien busca algo de lo que solo recuerda en parte su forma. Insistí, mientras lo veía barrer restos de harina que no conseguía quitar del piso.
Sonreía, en silencio.
Ansioso, insistí sobre una posible historia pasada que fuera más que barrer el fondo de un negocio de barrio. Hubo un tiempo en que, seguramente, hubo padres, hijos o amigos que, en todos los casos, había visto morir. Oficios, trabajos, viajes y contextos históricos incuestionables. Volvió a sonreír, como si el pasado estuviera sujeto únicamente al transcurso de un presente llano y sin sobresaltos; una herramienta de supervivencia al dolor, al paso del tiempo, a la angustia sobre lo extinto, a la pérdida, a la inevitable condena que propone el para siempre.
El almíbar de las medialunas humeaba tímido sobre la mesa, al lado del mate. No probé ninguna de las dos cosas. Hernán acomodaba el borde de papel madera del único bolsón de harina abierto, mientras silbaba cada vez más lejos, más despacio, más lento.
En el silencio, y para mi sorpresa, descubrí que yo tampoco me acordaba de todo, incluso partes de mi pasado reciente parecían ya no estar allí. Los meses previos a la separación con Marcela no podía acordarme de cuánto nos habíamos querido y, más penoso aun, cuáles habían sido nuestras complicidades. El tiempo se había llevado cosas que pensé que nunca conseguiría quitarme de encima. No había registro de sus manos sobre las mías, antiguos guiños y certezas que, en su momento, también se habían dispuesto como inmortales.
La memoria sobre un dolor desvencijado parecía haber dejado un leve rastro de lo que alguna vez fue sublime y uniforme. Aquello que había sido, ahora perdía una proximidad concreta; como cuando se busca en la memoria el patio del colegio y solo se encuentra un retazo difuso de la cara del profesor de gimnasia y el bolsón de pelotas de vóley. No tenía conmigo su voz, su perfume importado en el cuello de alguna camisa, alguno de sus gestos o su andar por la casa con una de mis remeras grandes. Una memoria sin imagen, sin nombre, sin forma; una vaga sensación del peso que viene con la angustia y el llanto.
El mate se enfrió junto a las medialunas. Parecía atrapado. La panadería seguía cerrada y me di cuenta por que nadie golpeó la puerta del frente. Casi avergonzado por mi humana porción de tiempo solté una fingida carcajada. Hernán escuchaba, con la atención que prestan los que desconocen la efímera ventaja que da la muerte, con la mirada puesta en algo que parecía ser yo.
Me fui quedando, somnoliento, callado, en el fondo, con un mate y un delantal colgado cerca del horno.
—Hasta mañana, Ávila. Si no le molesta, necesito descansar que, como usted bien sabe, mañana me levanto temprano —dijo como si yo fuera un fantasma que insistía en permanecer en lugares que no existen. Mucho menos en La Paternal.
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