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El umbral de los psicoanalistas

  • Tosco
  • 11 jun
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 11 jun

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La noche tardía los encontró en la esquina en la que se invitaron a tomar asiento. Personalizaron el umbral con la manga del buzo y, en tal caso, los dos últimos rayones que esperaban inquietos atrás de la tapa de gas sirvieron a modo de una correcta manera de decirse adiós.


Por entonces, se tosía poco y nada.


Las cuadras eran parejas. Los plátanos cortaban las terrazas donde todavía se hablaba del equipo de José y se jugaba a la generala los domingos. Los noventa venían jodidos, sin avisar y de frente.

Nos conocíamos de antes. De cuando una horda sin edad de merecer sobrevivía a la hora de la siesta disparando, con gomeras hechas con ruleros y globos, a los vidrios de las antiguas bodegas de vino a un costado de las vías por donde pasaban lentos vagones cargueros de color gris. Cuatro avenidas con mugre en el cuello cajoneaban diez años de pan con manteca y azúcar donde jóvenes matrimonios profesionales, sin abogados a la vista, bebían primerizos del pecho de la democracia.


Un presente amable ordenaba en el barrio el bullicio de la típica familia de clase media argentina.


Los gitanos eran una pintoresca parte del decorado de la calle Armenia a ciento cincuenta metros de casa. Los cíngaros, a plena vista, se hinchaban de tabaco y coñac sobre almohadones bordados de oro, mientras un puñado de tarotistas con polleras largas y el pelo recogido levantaban la mesa en quince metros de frente con la puerta principal abierta.


Cierto brillo bañó aquellos años de libertad.


El gitanito pasaba las tardes de pie sobre el umbral de la puerta de su casa afilando el oficio de hacer dinero. Dueño de una astucia que no voy a tener nunca, sin nacer para ser chico y atascado en una edad que no le correspondía, saludaba con la cabeza sobre el peldaño como un prematuro custodio del negocio familiar prolijamente estacionado frente a su casa. Camisa blanca acomodada adentro del jean y un reloj pulsera donde fingía necesitar constantemente la hora, atendía junto a su padre a clientes ingenuos dispuestos a sucumbir ante un Renault 12 con detalles.   


Los noventa llegaron químicos, verborreicos y compulsivos. El sentido común plastificó los

pisos, terminó la parrilla y barnizó el techo del quincho. Diez años que se comieron a sí mismos disfrazaron el arrebato de hacer tangible lo que nunca sirvió de nada. El colegio secundario pasó de largo con la llegada de la rúcula, la televisión por cable y el plan Rombo con cajas de quinta. Los perros de raza, sometidos por adiestradores acordes a los términos domésticos, se apoderaron de un barrio que, con sus tenedores libres terminó como un buen animal por dar la pata sin necesidad del collar de ahorque.


Los transas definieron pertenencias y geografías. Las esquinas costeaban la identidad en los calabozos de la veinticinco y los muchachos grandes se picaban la sopa en los baños de la estación de servicio a media cuadra de la comisaría. La inercia los fue matando. El tiempo nos fue midiendo. Tanto cruzarnos en esa cosa de andar por ahí torcieron cualquier diferencia dogmática. Nunca pregunté lo que no me quiso contar.


Con veinte años, dos hijos, una gitana y seis autos, no conoció la escuela, pero sabía cómo enterrar el oro para no comprometer el capital y cómo tapar los agujeros de los zócalos de los coches con papel de diario y engrudo.


El barrio perdió terreno ante un enemigo invisible. Los matrimonios que sobrevivieron fueron los que creían en Dios. Las casas de los amigos cercanos se convirtieron en remodelaciones sin alma. 


Los cubiletes no dieron más póquer de cuatro y los locos de la guerra dejaron de vender cubanitos con dulce de leche en el semáforo de la calle Paraguay.

El gitanito fue un guitarrista demoledor sin nombre de pila. Petiso y pendenciero, sonó como un gran malentendido al que el progreso no supo cómo absorber en su funcionalidad.


Seguí mi camino. El gitanito el suyo.  


Después de la muerte de su padre se acomodó con una franela en la mano como el sereno de la calle Gorriti. Los años lo volvieron huraño y le quitaron el brillo que enaltecía sus dientes ni bien te veía venir. Se volvió incómodo, protestón y alcohólico.      


—Chau, gitanito, andá a dormir —le dije como si hubiera otro día esperando.


La noche cedió. El día encontró el umbral limpito.


—El hijo de puta se sigue riendo —dijo con ese sonido cansino y espeso la baba que tienen las bocas correctas para llevar y traer las novedades del barrio. Los vecinos lo esquivaron igual que cuando estaba con vida.


El bucanero ambulante que escondía tesoros detrás de las tapas de gas amaneció tendido, hinchado y con media sonrisa rígida y azul. La muerte lo cruzó simple, de lleno, en una esquina. La policía lo dejó a la intemperie un buen rato; como escarmiento, como si al fin hiciera algo de caso, como si para torcerlo y para rendir cuentas a la misma autoridad que siempre desconoció hubiesen necesitado de la mano de la mismísima muerte.


—Murió el gitanito —cuchichearon las señoras del barrio después de la telenovela.


La noticia calmó algunos ánimos. No se festejó.


Incoherente como el precio a pagar, se lo llevaron taura y gestual; para que lo vean tendido, por única vez, aquellos que nunca terminaron de entender al nómade que adornaba de angustia los umbrales de mármol que hoy son el orgullo de los psicoanalistas de Palermo.    

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