El Ídolo de Silicio: Hegemonía, Trabajo y Emancipación en la Nueva Fase del Capital
- Lucas Aguilera
- 14 jul
- 31 Min. de lectura
Las transformaciones en el sistema capitalista actual han dado lugar a un escenario inédito, donde las dinámicas económicas, políticas y culturales se reconfiguran a un ritmo sin precedentes.

La expansión de infraestructuras digitales y la creciente influencia de sistemas impulsados por inteligencia artificial han redefinido no solo los procesos productivos, sino también las formas de control y mediación social. En este contexto, el presente trabajo busca analizar la consolidación de esta nueva fase del capital, para evidenciar cómo se reestructuran los mecanismos de explotación económica y dominación político-ideológica. Más allá de los discursos que exaltan un periodo de innovación y desarrollo ilimitado, se hace imprescindible un análisis crítico que permita desentrañar los efectos de esta transformación sistémica. A lo largo de este texto, indagaremos en la manera en que estas transformaciones afectan la producción de plusvalía, la construcción de subjetividad, el desarrollo de la batalla cultural y las posibilidades de emancipación en un entorno donde lo tecnológico adquiere un rol central en la disputa por el porvenir.
Capitalismo, Inteligencia Artificial y el Horizonte Posthumano
A estas alturas del siglo XXI, resulta innegable que el vertiginoso avance de las tecnologías de la Cuarta Revolución Industrial ha consolidado lo que conocemos como una Nueva Fase del capitalismo, marcada por la financiarización y la digitalización de todos los aspectos de la vida social. Sin embargo, el desarrollo acelerado de la inteligencia artificial ha llevado esta transformación a un punto de inflexión: ya no se trata solo de automatizar procesos o aumentar la eficiencia, sino de poner en jaque las propias categorías con las que se han pensado la sociedad, la historia y, en última instancia, la humanidad misma.
En esta nueva fase del capital, la crisis orgánica se profundiza a medida que las relaciones de producción y las subjetividades son reconfiguradas bajo una lógica de alienación renovada. La inteligencia artificial aparecería entonces como algo más que un mero instrumento, sino más bien como un agente de transformación capaz de delinear el horizonte civilizatorio de las próximas décadas. ¿Qué sucede cuando las herramientas que creamos se vuelven más inteligentes que nosotros? ¿Dónde queda lo humano cuando las máquinas producen, innovan y hasta nos sorprenden con grados de autonomía que desafían nuestra capacidad de anticipación? ¿Nos encontramos ante el ocaso de la historia hecha por el hombre y en el comienzo de la historia delineada por las máquinas?
Estos interrogantes han dado lugar a un sinfín de respuestas que hoy circulan en los espacios académicos, pero lo más interesante es que estos debates ejercen una influencia considerable en las esferas políticas y económicas. El mejor ejemplo lo constituye quizás el auge de las corrientes neorreaccionarias y transhumanistas en Silicon Valley, donde figuras como Nick Land y Peter Thiel han desempeñado un papel clave en su consolidación. Junto a ellos, personalidades como Elon Musk, David Sacks, Chamath Palihapitiya y Curtis Yarvin han contribuido a la difusión de estas ideas, promoviendo un tecno-optimismo radical que, sin ningún tipo de escrúpulos, plantea la aceleración del capitalismo y la tecnología como un camino inevitable hacia la superación de las limitaciones humanas y la transformación radical de la sociedad. Para ellos, la aceleración del desarrollo tecnológico no es solo un medio de progreso, sino una estrategia deliberada para precipitar un futuro posthumano, donde inteligencias artificiales y sistemas autónomos reemplacen las estructuras humanas consideradas obsoletas (Land, 2011).
Por lo visto, las fracciones de la aristocracia financiera y tecnológica que hoy se disputan la nueva gobernanza global no tienen ningún problema en plantear este tipo de posturas que hacen del hombre algo obsoleto y controlable, reducido a la animalidad de sus impulsos biológicos. Podríamos decir que estos sectores dominantes del capital han desarrollado tecnologías congruentes con su mirada neorreaccionaria, impulsando innovaciones tecnológicas que se han consolidado como nuevos mecanismos de poder y dominación, penetrando e impactando en la formación del sentido común de la sociedad.
Un caso paradigmático lo constituye el genocido de Myanmar impulsado por los algoritmos de Facebook en el año 2017. Durante este período, las fuerzas de seguridad de Myanmar llevaron a cabo una brutal campaña de limpieza étnica contra la comunidad musulmana rohinyá, que culminó en lo que una comisión independiente de la ONU describió en 2018 como genocidio.
En los años previos, Facebook se había convertido en la principal plataforma de comunicación en Myanmar, siendo utilizada por casi toda la población con acceso a internet. La estructura misma de los algoritmos de Facebook, diseñados para maximizar la interacción sin considerar las consecuencias, intensificaron una tormenta de odio contra los rohinyás que facilitó estas atrocidades, viralizando contenido racista y discursos de exterminio contra esta minoría étnica. Según informes de las Naciones Unidas, Facebook desempeñó un papel determinante en la radicalización de la población local y en la incitación a la violencia contra esta minoría (Systemic Justice Project, 2023).
El genocidio de Myanmar adquiere especial relevancia no sólo cuando consideramos cómo estas tecnologías fueron capaces de incidir en la construcción del sentido común de un conjunto social, sino también cuando tomamos la perspectiva de los últimos avances en inteligencia artificial, que han permitido expandir y profundizar estos mecanismos de dominación. Si estos modelos predictivos son capaces de moldear nuestras emociones y decisiones, ¿seguimos siendo sujetos políticos?, ¿quedaría algo de nuestra autonomía?, ¿dónde irían a parar los sistemas democráticos?, ¿qué sucedería con la batalla cultural?
Como ya ha sido planteado con anterioridad: nos encontramos ante lo que podría ser un punto de inflexión en nuestras sociedades y en la humanidad tal como la conocemos. Por ello, en las líneas que siguen, intentaremos responder a estas preguntas, alejándonos del ruido inmediato para abordar el núcleo de la relación entre el hombre y la máquina. Exploraremos los elementos que configuran su vínculo con el mundo y la historia, y finalmente, delinearemos algunas herramientas que creemos necesarias para librar la batalla cultural por un nuevo horizonte emancipatorio.
Trabajo y Teleología: Pensar la Historia Más Allá de la IA
El desafío ante el que nos encontramos supone realizar un ejercicio reflexivo acerca de las categorías que empleamos para analizar la realidad. Más concretamente, podríamos plantear que, si el advenimiento de las tecnologías actuales ha redefinido las estructuras productivas, las relaciones sociales y hasta nuestra percepción de lo humano, ¿es aún posible sostener una mirada humanista frente a estas transformaciones?, ¿cómo podríamos establecer una perspectiva metodológica para pensar la actualidad?
Como señala González (2021), hablar de humanismo es invocar una categoría en disputa, constantemente impugnada y deslegitimada por las corrientes filosóficas contemporáneas. Lejos de ser un concepto neutro o universal, el humanismo se encuentra atravesado por tensiones y contradicciones que reflejan los conflictos sociales e ideológicos de este momento histórico. En este sentido, comprender su lugar en el debate actual requiere no solo revisarlo críticamente, sino también evaluar su potencial frente a los desafíos que impone el avance de la inteligencia artificial y las transformaciones del capitalismo.
Por este motivo, será necesario definir lo humano en su situación histórica concreta, delimitar cuál es su particularidad ontológica y su relación existencial con los demás entes, así como también el origen de su vida social. El gran avance realizado por Marx (1844) en este sentido, ha sido delimitar la capacidad de trabajar como propiedad exclusiva del hombre y como la única actividad en donde la teleología (del griego τέλος, telos, "fin" o "propósito" , y λογία, logía "discurso", "tratado" o "ciencia") ejerce una influencia real, lo cual constituye un eje nodal para comenzar a establecer una perspectiva metodológica.
Esta concepción marxista del sujeto humano, distingue su particularidad ontológica y circunscribe estrictamente el ámbito teleológico al trabajo. A partir de este planteo, puede establecerse una relación dialéctica entre teleología y causalidad en donde, como producto real de esta interacción, la causalidad aparece como puesta por un sujeto que trabaja, un sujeto que asume una posición teleológica real y concreta.
Esta transformación, introducida por el proceso de trabajo, no es una simple extensión de las propiedades naturales de los materiales empleados, sino que constituye un acto de creación que introduce un nivel de objetividad que trasciende la lógica inherente a la naturaleza. Así, el trabajo humano se erige como un modelo ontológico único, capaz de romper con la inercia de lo dado, transformando el mundo según fines que no provienen del mundo natural, sino de la capacidad teleológica del hombre.
Este desarrollo nos llevará a plantear a la negación como componente fundamental de la estructura existencial del hombre y como elemento imprescindible para comprender el proceso de trabajo. Es precisamente a través de la negación de lo dado que la realidad humana se proyecta a sus propios fines, hacia un no-ser dentro de la totalidad del ser, al mismo tiempo que hace necesaria una inteligibilidad dialéctica para comprender al hombre en su mismo acto, superando los fundamentos de la racionalidad positiva o analítica
Lúkacs (1984) establece que la raíz del ser social se halla entonces en el trabajo, entendido como un proceso cualitativamente nuevo dentro de la ontología. A diferencia de las formas inorgánicas y orgánicas del ser, el trabajo introduce una dimensión teleológica única: la capacidad de transformar la naturaleza mediante fines conscientemente establecidos y medios seleccionados. Este acto, exclusivo del ser humano, permite que la conciencia trascienda la mera adaptación al ambiente y se manifieste en una relación activa y creadora con la realidad.
Por lo tanto, el trabajo no solo transforma el entorno, sino que también genera una separación fundamental entre sujeto y objeto. Este distanciamiento inaugura la capacidad reflexiva y establece la forma de existencia específicamente humana. Así, el ser social emerge como un nivel ontológico más complejo, estructurado por esta contradicción entre el mundo material y la representación consciente del mismo.
Uno de los aspectos nodales en el origen del ser social se articula entonces en torno a la capacidad del hombre para engendrar un producto radicalmente nuevo a través del proceso de trabajo. Esta capacidad de creación se fundamenta en la irrupción de una posición teleológica específica, en la cual el sujeto trasciende lo dado para instituir una realidad objetivamente distinta. Tal realidad, aunque depende de los elementos materiales de su elaboración y del conocimiento que de ellos se tenga, no puede deducirse directamente de ellos, ya que su emergencia está condicionada por la actividad teleológica del hombre. Es precisamente esta facultad de crear, reconfigurando lo existente en virtud de una finalidad consciente, la que inaugura un nivel ontológico nuevo, característico del ser social, diferenciándolo de las formas previas del ser y otorgándole un estatuto singular.
Es esta capacidad de crear y producir los objetos satisfactores de una necesidad a la que Dussel (1984) se refiere al distinguir la intención pragmática, que concibe a los objetos como posibles satisfactores de necesidad, y la intención productiva, que surge cuando dichos objetos no están disponibles y deben ser generados mediante instrumentos o tecnologías. A partir de esta última, el ser humano aparece como una apertura subjetiva y productiva, en la que todo objeto se convierte en una mediación para alcanzar sus fines, es decir, un acto de poiesis.
Jean-Paul Sartre (1943), también habría delimitado el estatuto teleológico a la acción del hombre, al establecer que toda acción es necesariamente intencional. Esto significa que debe estar orientada hacia un propósito, y dicho propósito, a su vez, remite a un motivo que lo impulsa. De esta forma, se establece una conexión entre las tres dimensiones temporales: la proyección de un fin en el futuro está determinada por un motivo arraigado en el pasado, mientras que el presente se configura como el momento en el que la acción emerge y se actualiza.
Lo que resulta fundamental desde esta perspectiva, es poder observar el proceso histórico como el producto del proyecto humano en su lucha contra las cosas y contra los hombres. Recuperar esta visión del hombre y su capacidad de trabajar, es lo que nos permite definir a la historia como el devenir de la humanidad cuyo sentido se encuentra en permanente conflicto y contradicción.
La consideración de estos puntos elementales, permite develar el (peligroso) reduccionismo realizado por Byung-Chul Han (2019) al establecer la primacía del estado de ánimo en la existencia humana, como una pasividad primera que definiría nuestro estar en el mundo. Esta concepción resulta limitada, pues subordina la dimensión activa y transformadora del sujeto en la historia. Al privilegiar la afectividad como núcleo de lo humano, Han deja de lado el papel de la praxis, la lucha y la producción de sentido en la construcción de la realidad. Su perspectiva, aunque útil para describir ciertas formas de alienación contemporánea, termina despojando al individuo de su capacidad de intervención y resistencia, diluyendo la subjetividad en un marco de resignación y contemplación pasiva, impotente.
Continuando con nuestro desarrollo, estableceremos que el complejo de fines comunes y contradictorios que supone la existencia social, imprime sobre la definición del sentido histórico un conjunto de significados y significantes que apuntan a los hombres en la realización de su praxis. El ámbito de la instrumentalidad sería entonces social e históricamente determinado, no sólo por la capacidad objetiva que presentan los instrumentos, la cual ha variado a lo largo del desarrollo histórico, sino también por las significaciones que el conjunto social ha impreso en los mismos.
En este sentido, la estructura social que sostiene el campo instrumental de los objetos es la que vela el ser de los mismos a través de su función, constituyendo su ser social como mediación. Aquí podría tratarse el proceso por el cual los objetos cristalizan la praxis de los hombres, para hacer llegar a otros determinados fines como exigencias objetivas que deben cumplirse (Sartre, 1960). Por esta razón, el campo de las cosas e instrumentos también supone un mundo infestado por ausencias a realizar, las cuales en el fondo no difieren de las potencialidades instrumentales.
Desde esta perspectiva, el ser social de las cosas constituye también cierta estructura de significaciones que los objetos cristalizan como exigencias, cuya naturaleza es intrínsecamente atravesada por los procesos sociales de producción. Bajo la órbita del capital, sería entonces la mercancía el principio regulador mediante el cual los objetos son los que determinan una instrumentalización de los sujetos. Esta inversión, no es otra que la descripta por Marx (1867) en el fetiche de la mercancía.
El fetichismo, como veremos, es un proceso en constante actualización, que adopta nuevas formas en cada fase del desarrollo del capital y profundiza la alienación de los trabajadores. Como señala Iliénkov (2016), este fenómeno ocurre cuando el ser humano confunde los resultados de su propia actividad transformadora con las propiedades intrínsecas de los objetos. Es decir, se les atribuyen características que no les pertenecen en su materialidad, sino que derivan de una construcción social que oculta su verdadero origen en la praxis humana.
Lo que resulta necesario entonces es ver al hombre detrás de las cosas, para no caer en fantasías posthumanistas que intentan hacer pasar a las cosas como hombres. De la misma manera que la posición teleológica sólo responde a la ineludible condición humana, no existe herramienta que no cristalice fines de un trabajo pasado, no puede producirse una máquina que no responda a los intereses de su creador.
En este sentido, la falacia de los posthumanistas y tecno-optimistas contemporáneos, residiría en la tendencia a elevar un modo de posición teleológica al rango de categoría cosmológica universal. Dicho de otro modo, el error consiste en concebir tanto el mundo orgánico como el devenir histórico bajo la lógica de un sujeto teleológico que determina los fines y define las cadenas causales de un mundo reducido a fantasía.
Esta visión del devenir histórico, subordinado a la finalidad de un ser teleológico y trascendental, se reproduce tanto en los idealistas clásicos, como en los materialistas vulgares, así como también en los planteos de las corrientes neorreaccionarias contemporáneas, quienes cambian la forma pero mantienen el contenido. Ya no es Dios ni el Espíritu Absoluto, como lo hubiera querido Hegel, el que dictamina el sentido de la historia, en su lugar emerge la figura de una inteligencia artificial o una supercomputadora, entidades que superarían las capacidades humanas e impondrían sus propios fines.
Esta sustitución, lejos de romper con las estructuras metafísicas tradicionales, las renueva bajo el barniz del progreso tecnológico. ¿Qué implica, entonces, esta sustitución del sujeto teleológico trascendental? ¿Estamos ante un nuevo paradigma de comprensión histórica o simplemente reproducimos viejas fórmulas bajo nuevas máscaras? ¿Es posible pensar un devenir histórico que no esté atrapado en estos discursos de subordinación a un fin exteriorizado?
Realizar una revisión crítica de las categorías de negación, trabajo y teleología es un ejercicio fundamental para recuperar una mirada del hombre haciendo su historia, al mismo tiempo que la historia hace a los hombres. Desde esta perspectiva, podremos mirar más allá de las alienación a la que nos somete la inmediatez de nuestra cotidianeidad, para encontrar las estructuras fundamentales que sostienen y llevan adelante las transformaciones que vemos en la actualidad.
La Inteligencia Artificial y el Fetiche Tecno-optimista
Las constantes innovaciones tecnológicas que encontramos en la actualidad nos exigen examinar más de cerca los mecanismos de fetichización de los productos sociales. En otras palabras, en el marco de los debates actuales sobre la Inteligencia Artificial y su impacto en nuestras vidas, es crucial establecer algunos conceptos fundamentales para comprender la manera en que se producen y transforman las representaciones del mundo.
Como planteamos anteriormente, el trabajo humano es el único ámbito de la realidad donde la teleología juega un papel central, sin embargo, cabe preguntarse por qué, a pesar de ser el motor de la producción, el ser humano no se reconoce en sus propios productos. Este fenómeno es la base del fetichismo en las sociedades contemporáneas, fenómeno que ha adquirido particularidades novedosas con la digitalización de todos los aspectos de la vida. Para abordar este problema, primero debemos analizar el proceso de producción de lo que conocemos como "lo ideal", delimitando el campo de fenómenos a los que nos referimos.
El enfoque más cercano a lo que entendemos por lo ideal puede encontrarse en Hegel, aunque su superación se encuentra en lo establecido por Marx al establecer cómo la actividad vital del ser humano no sólo produce objetos materiales, sino también productos ideales. En el proceso de trabajo, el hombre comienza a producir no sólo un producto material, sino también un producto ideal. Esta producción lleva adelante el acto de la idealización de la realidad, para luego, una vez surgido, “lo ideal” devenga importante componente de la actividad vital material del hombre social y comience a tener lugar un proceso opuesto, el de su objetivación o encarnación. (Iliénkov; 2016). Este proceso genera un movimiento dialéctico en espiral, donde lo ideal surge como resultado del trabajo humano y, al mismo tiempo, actúa sobre la práctica social, transformándola.
Para Marx (1867), lo ideal "no es otra cosa que lo material, transpuesto en la cabeza humana y transformado en ella", es decir, no se trata del mundo real en sí, sino del mundo tal como es representado en la conciencia social, configurado históricamente en el lenguaje, en las estructuras conceptuales y en las expresiones culturales. De esta manera, no se trata de una construcción individual ni una simple función del cerebro humano, sino del resultado de la actividad de los sujetos inmersos en una red de relaciones sociales mediadas por objetos materiales creados por el hombre para el hombre.
Por consiguiente, la idealidad no es otra cosa que la forma de la actividad social humana representada en la cosa, es la huella peculiar que imprime sobre la naturaleza la actividad vital socio-humana. Por esta razón, las cosas incluidas en el proceso social adquieren una nueva “forma de existencia” —una forma ideal— que no se encuentra en su naturaleza física y es completamente diferente de ésta. Es por ello que no podemos hablar de “idealidad” allí donde no haya hombres que produzcan y reproduzcan su vida material, o sea, individuos que realicen colectivamente su trabajo y que, por esta razón, posean inevitablemente conciencia y voluntad.
En este sentido, lo ideal no es una sustancia inmaterial ni un mero reflejo mental, sino una realidad objetiva peculiar, que posee existencia independiente de la conciencia y voluntad de los hombres, cristalizándose en las formas históricas de la cultura y en las prácticas sociales.
El fetichismo surge precisamente cuando esta idealidad se confunde con la materialidad de los objetos, generando una inversión de esta relación. En otras palabras, el resultado de la actividad del hombre es tomado como propiedad intrínseca de la cosa, en lugar de reconocer su lugar de representante de dicha actividad. Es en este punto donde el fetichismo adquiere un carácter central en las sociedades contemporáneas, pues la tecnología digital ha profundizado la separación entre la actividad humana y sus productos, consolidando nuevas formas de alienación.
Al interactuar con sistemas computacionales, software y programas automatizados que denominamos “inteligencia artificial”, establecemos una relación que los antropomorfiza, atribuyéndoles la condición de sujetos siempre disponibles para nuestra voluntad. Este fenómeno no sólo refleja nuestra percepción de la tecnología, sino que también la moldea, consolidando una visión en la que las máquinas adquieren características humanas.
Desde las llamadas “Redes Neuronales” hasta el “Aprendizaje Profundo”, estas tecnologías conforman un entramado de prácticas idealizadas cuya estructura se cristaliza en el lenguaje mismo con el que las nombramos. Este lenguaje no es inocente, desempeña un papel crucial de una praxis alienada de antropomorfización. Deberemos esclarecer que nos referimos al lenguaje sólo como una determinada forma de cristalización de este tipo de relación, pero que la misma se encuentra basada en un conjunto de prácticas que se producen a lo largo y ancho del conjunto social. Lo que es más, podríamos decir que este proceso responde a la misma dinámica de extrañamiento por la cual Marx establecía que las máquinas se presentan al obrero como una fuerza ajena y extraña, y responde al mismo principio de explotación: mostrar las capacidades del obrero, como potencia del capital.
Esta es la invitación que nos realizan los neroreaccionarios y posthumanistas contemporáneos, al establecer una suerte de destino inmutable por el cual estos instrumentos asumirían el papel de sujeto histórico. El resultado de este tipo de postulados es el mismo: esconder un proceso de explotación y dominación social. Al no reconocer al hombre y su trabajo en la producción del ser social, caemos en interpretaciones de “lo ideal” como una categoría aplicable a ciertos sistemas informáticos, reduciéndola a una suerte de “código”, resultado de la codificación y decodificación de la transformación de unas señales en otras, como si se tratara de un fenómeno meramente material y físico. Muy por el contrario, como hemos visto, lo ideal es un producto del hombre, social e históricamente determinado.
Reflexionar acerca de la categoría de lo ideal nos permite encontrar al hombre, su trabajo y sus productos detrás de este tipo de mistificaciones filosóficas. Se trata de una forma renovada del proceso por el cual el hombre ha creado estos productos para no renoconocerse en ellos.
Por este motivo, resulta fundamental preguntarse por el proceso de producción social, ¿Cuáles son los nuevos mecanismos de extracción de plusvalía? ¿Bajo qué formas se estructuran las relaciones de trabajo y consumo en esta nueva fase digital del capital?
El Gran Taller Global: la Colonización de Todos los Tiempos y Espacios y la Explotación de la Potencia Creativa Social
La penetración extensiva y profunda de las tecnologías particulares de esta nueva fase del capital financiero y digital (IA, robótica, Internet de las cosas, computación cuántica, 5g y 6G, entre otras) ha revolucionado no sólo la forma en la que trabajamos, sino también nuestra manera de relacionarnos con la naturaleza y con nosotros mismos. Tras relatos de “mayor libertad”, el momento histórico actual se caracteriza especialmente por niveles de acumulación y centralización de capital jamás alcanzados en etapas anteriores, así como también, por el surgimiento de nuevos mecanismos de explotación a partir de la extracción de plusvalía, gracias a la socialización de medios de producción.
La consolidación de la virtualidad como nuevo locus standi para la producción, ha provocado la difuminación de la diferencia entre tiempo laboral y tiempo de recreación, convirtiendo finalmente todos los tiempos y espacios donde acciona el trabajador, en tiempo de explotación para el capital. La ampliación y profundización de este nuevo gran taller global, un espacio completamente integrado entre internet, la inteligencia artificial y la realidad virtual, se corresponde con las tendencias intrínsecas a esta nueva fase capitalista, donde la mercancía fuerza de trabajo es arrastrada a un nuevo tiempo y espacio para la producción (Aguilera, 2023).
El papel fundamental que han asumido las nuevas tecnologías de la información en esta nueva fase del capitalismo se debe, en gran medida, a su capacidad de penetrar en múltiples ámbitos de la vida social. A través de la socialización de estos instrumentos, se ha facilitado la expansión del trabajo más allá de sus límites tradicionales, difuminando la frontera entre la jornada laboral y el tiempo de ocio. Siendo más específicos, podríamos decir que, aunque el capital no ha socializado los medios de producción en las industrias estratégicas, sí ha masificado la comercialización de instrumentos que permiten absorber el trabajo que los individuos realizan a partir de su uso, consolidando un nuevo mecanismo de explotación para el desarrollo de fuerzas productivas.
Para darnos una idea de la capacidad de penetración de estos dispositivos, podríamos tomar el caso de los teléfonos inteligentes, como una de las herramientas con mayor poder de penetración en nuestras sociedades. Actualmente las encuestas informan que 5,61 mil millones de personas alrededor del mundo poseen un teléfono inteligente, constituyendo el 69,4% de la población mundial. Estos datos son más llamativos si los comparamos con los índices de crecimiento, donde el incremento de la población mundial, del año 2023 al 2024, alcanzó una variación del 0,9%, mientras que la variación en dueños de smartphones registró un crecimiento del 2,5%. (We are social; 2024).
Si bien estos datos son sugerentes, no debemos perder de vista que, aunque presenten una gran capacidad de centralizar en un sólo instrumento numerosas innovaciones tecnológicas, el alcance de dispositivos como los smartphones no se hace comprensible si no se enmarca dentro de un ecosistema digital, consolidado con el advenimiento de esta nueva fase, que integra distintos desarrollos tecnológicos.
En este sentido, observamos todo un entramado digital que funciona como instrumento para la generación de datos que permiten el desarrollo de las fuerzas productivas. Ya sea para la mejora de software y la innovación en aplicaciones o la incorporación de nuevas funcionalidades en el hardware, los progresos tecnológicos sintetizados en estos dispositivos se circunscriben a este nuevo mecanismo de extracción de plusvalía.
Para dar un ejemplo, podemos tomar el conocido caso de Pokemon Go, el popular juego que consistía en atrapar criaturas a través de dispositivos inteligentes conectados a internet. Los datos sustraídos de la interacción de los usuarios, fueron utilizados para el desarrollo de modelos de inteligencia artificial geoespacial. De esta manera, podemos observar cómo nuestro trabajo en el taller virtual se materializa en el desarrollo de las fuerzas productivas, es decir, en la producción de medios de producción que amplían y profundizan los niveles de explotación.
Este proceso supone un salto cualitativo en la organización social de la economía, ya que la socialización de determinados dispositivos digitales ha permitido que la totalidad de los usuarios conformen una fuerza de trabajo a ser explotada por el capital, constituyendo un mecanismo social que permite acelerar la producción de medios de producción. Este fenómeno presenta diferencias sustanciales tanto por su magnitud cuantitativa (nunca antes el capital había descrito este grado de capacidad de asociar brazos e instrumentos), como por su especificidad cualitativa (el trabajo que realizan los usuarios al conectarse en la virtualidad participa directamente en el sector estratégico de la economía).
La centralidad que ha tomado este proceso como mecanismo de extracción de plusvalía explica la competencia entre capitales del sector tecnológico para desarrollar tecnologías con mayor capacidad de recolección y almacenamiento de datos de los usuarios, en una carrera por monopolizar la atención humana, generar dependencia y comportamientos adictivos. Los capitales compiten por reducir los costos de producción de los dispositivos que utilizamos para ingresar a la virtualidad, permitiendo precios de comercialización accesibles a gran cantidad de personas. Al mismo tiempo, los capitales compiten por sumar funcionalidades y aplicaciones a estos dispositivos para ampliar la cantidad y variedad de datos que producimos al utilizarlos. A este proceso general nos referimos cuando planteamos las plataformas digitales como las “nuevas fábricas”.
El desarrollo máximo de las fuerzas productivas, abre un momento donde la automatización del proceso productivo está llevando a un mínimo el tiempo de trabajo socialmente necesario y anula la potencia creativa del trabajo. Se desplaza la jornada laboral de su lugar central en la creación de valor y pone en el centro de la tensión y de la disputa al tiempo restante, que Marx (2007) define como tiempo disponible.
Las fuerzas de los medios de producción unifican las dispersiones sociales, imponen una única forma de transformar la materialidad en el tiempo libre, logrando generar un marco de conducta y de movimiento también fuera del sistema productivo concebido tradicionalmente. Lo que se apropia el capital en este proceso es de la potencia creativa del trabajo social, con posibilidad de desarrollo exponencial gracias a la integración de la creatividad de la humanidad, gracias a la conectividad que permiten las tecnologías en el territorio virtual. Esta potencia creativa transforma el tiempo disponible, en fuerza productiva que, captada por el capitalista, puede ser transformada en valor.
Si bien este fenómeno supone un nuevo mecanismo para la extracción de plusvalía, vale decir también que el mismo se consolida en la acumulación de capital en cuanto tal, es decir, en valor que se valoriza. Lo que queremos señalar, es simplemente que el gran taller global consolidado a través de la digitalización, funciona para el desarrollo de medios de producción que permiten ampliar la escala de explotación y el grado de penetración de los procesos productivos en la vida social.
Si bien estos nuevos esquemas productivos plantean serios desafíos para su posible análisis, observamos que continúan perpetuando algunas características clave del sistema capitalista de producción, como es el desarrollo de capital constante para la acumulación de riqueza socialmente producida. Ello constituye un elemento clave en el diagnóstico, que contrasta con las lecturas de algunos intelectuales que explican las características de esta nueva fase con categorías de sistemas anteriores o decretan el fin del capitalismo.
Resulta interesante traer aquí la tesis sobre el Tecno-Feudalismo del autor Yanis Varoufakis (2024), quien argumenta que las grandes corporaciones tecnológicas han reemplazado las dinámicas tradicionales de la competencia capitalista con monopolios basados en el control de plataformas digitales y la extracción de rentas.
Aunque el análisis presentado por el economista y político greco-australiano es una herramienta valiosa para comprender la magnitud de las transformaciones actuales, también presenta limitaciones derivadas de sus propios planteamientos. En primer lugar, intenta explicar las particularidades de un nuevo sistema de explotación basándose en relaciones de producción del pasado. Dicho de otro modo, el tecno-feudalismo funciona mejor como una metáfora para describir las transformaciones que observamos, en lugar de ofrecer un análisis concreto y detallado de las nuevas relaciones de producción que podrían estar emergiendo.
En este sentido, su lectura parece no captar una diferencia sustancial entre el proceso de trabajo en el feudalismo y en el proceso de trabajo actual. Mientras el primero se realizaba principalmente en la tierra como factor de producción, el segundo se desarrolla en la virtualidad en tanto materia trabajada. Esta característica, diferencia sustancialmente la producción de la cotidianeidad social en la actualidad, ya que la misma, no sólo se basa en el desarrollo de un proceso productivo que supone la explotación de un trabajo pasado, sino que al mismo tiempo constituye una relación fundamental del ser social de las cosas, por el cual el proceso de alienación asume características particulares así como también la producción de subjetividad y sentido común.
Por lo demás, no podemos decir que estos fenómenos no constituyan un cambio cualitativamente distinto en el desarrollo del capital, pero tampoco podemos terminar de explicarlos a partir de la renta. En este sentido, pareciera más bien, que la supuesta “venganza de la renta” que plantea Varoufakis, se trata de una profundización de la ganancia, en un nuevo formato y bajo nuevos términos, en lo que conocemos como colonización de los procesos productivos sobre el tiempo libre.
No obstante, es legítimo plantear, como Varoufakis insinúa, que esta fase del capitalismo podría estar transitando hacia un nuevo sistema. Aunque las categorías fundamentales del capitalismo —explotación y acumulación de capital— todavía estructuran la economía global, el avance tecnológico y la transformación de las relaciones de trabajo podrían estar sentando las bases para un sistema poscapitalista. Sin embargo, para que este tránsito se concrete, será necesario un cambio en las relaciones sociales fundamentales que supere la dependencia del capital respecto al trabajo humano, algo que, hasta ahora, sigue siendo el núcleo de este modo de producción.
De cualquier modo, lo que resulta fundamental es poner en evidencia que los medios de producción de esta nueva fase del capital, como la inteligencia artificial, el 5G y el internet de las cosas, son producto del saber social extraído de la elaboración de científicos, matemáticos, programadores, y también de las actividades de los miles de millones de usuarios y usuarias. Es decir, de todo aquel sujeto productor que entra en relación con los instrumentos a partir de su pertenencia al cuerpo social. En el proceso de división del trabajo actual, en la expresión máxima de lo que Marx anunciaba como la constitución del “obrero colectivo” global, es donde los “conocimientos, la inteligencia y la voluntad” particulares quedan totalmente subsumidos a la lógica del capital.
Al concepto de “inteligencia artificial”, fetiche que esconde el proceso donde se subjetiviza el objeto producto del trabajo social, adquiriendo vida propia y una especie de “voluntad” que guía el desarrollo de la ciencia y la tecnología más allá de la acción del ser humano, cabe contraponer el concepto de “inteligencia de las mayorías”, lo que Marx (2007) ya planteaba al hablar de intelecto general, como proceso social y mundial de innovación permanente que motoriza las fuerzas productivas, no solo como conocimiento sino como “órganos inmediatos de la práctica social”.
Sostener una mirada desde el trabajo no solo permite visibilizar los procesos de explotación en la actualidad, sino que también es clave para comprender cómo el capital ha perfeccionado sus mecanismos de dominación para sostener su hegemonía. En esta nueva fase, el control ya no se ejerce solo a través de la explotación directa, sino mediante una reconfiguración profunda del sentido común, donde la fragmentación algorítmica, la manipulación de la información y la automatización de la comunicación juegan un papel central en la consolidación del orden dominante.
Los nuevos mecanismos de poder operan de manera más sutil y eficaz, modulando las percepciones, orientando las decisiones y reduciendo los márgenes de lo pensable y lo posible. En este contexto, romper con el sentido común establecido es un desafío mayor, pues implica desarmar estructuras invisibles que determinan nuestras interacciones y formas de comprender el mundo. ¿Cómo disputar la hegemonía en un escenario donde la opinión pública es moldeada por algoritmos que responden a intereses corporativos? ¿De qué manera se reconfiguran las dinámicas de lucha cuando las herramientas de comunicación y organización están controladas por las mismas fuerzas que perpetúan la dominación?
Analizar cómo se desarrollan hoy las disputas de poder es fundamental para repensar las estrategias de resistencia. Entender estas dinámicas no es solo una cuestión teórica, sino una necesidad para quienes buscan construir un horizonte emancipador en un mundo cada vez más capturado por la lógica del capital financiero y digital.
El Ocaso Democrático y las Nuevas Formas de Disputa por la Hegemonía
El advenimiento de esta nueva fase capitalista, irrumpió con toda su maquinaria-digital y aceleradamente transformó las relaciones sociales que sostienen nuestras vidas. Este proceso de “pantallización” de nuestra cotidianeidad, ha dado como resultado un aumento exponencial en el tiempo que habitamos el territorio virtual, algorítmicamente organizado. Según el informe de DataReportal, para abril de 2024, 5.440 millones de personas utilizan Internet, representando el 67,1% de la población mundial. Un crecimiento nada desdeñable -catalizado por la pandemia- desde el 2019, cuando el 57% de la población accedía a internet, es decir 4.388 millones de usuarios alrededor del globo.
Es posible agregar, sin objeciones, que en medio del vertiginoso desarrollo del régimen de acumulación y el cambio de fase del sistema capitalista que está configurando el mundo del metaverso, la democracia revela sus fines y demuestra sus límites. El capital ya no la necesita tal y como durante más de dos siglos organizó la estructura política en la arena social, aunque los desgastados Estados nación sigan siendo un tablero importante en la disputa por la riqueza socialmente producida.
En el contexto actual de acelerada transformación impulsada por la digitalización, la democracia tradicional se ve rezagada, obsoleta y desconectada al no lograr sincronizarse con la nueva fase capitalista. El tiempo social experimenta una aceleración sin precedentes, pero esta aceleración no está acompañada por un sistema democrático acorde a las transformaciones actuales. Mientras la democracia formal avanza con lentitud, aferrada a sus tiempos analógicos, la digitalización y la virtualidad avanzan a una velocidad inusitada.
La comparación entre la situación de los obreros del siglo XX y las clases populares del siglo XXI en el contexto de la "libertad de reunión" pareciera no haber cambiado. En el pasado, Lenin (2017) señaló que la "libertad de reunión" en una república burguesa era ilusoria para los trabajadores, ya que los ricos disponían de los mejores locales y tiempo libre protegidos por el sistema de poder burgués. En términos actuales, esta idea resuena en el hecho de que los propietarios de plataformas digitales, análogos a los "señoritos de la nobleza", controlan los espacios virtuales y el tiempo disponible para la organización y el debate.
Mientras los dueños de plataformas disfrutan de la libertad y el tiempo para organizar y dirigir la narrativa, las clases populares, al igual que los obreros en la analogía de Lenin, se encuentran atrapadas en la alienación digital. Debaten sobre las plataformas y redes, pero en un espacio diseñado por aquellos que detentan el poder. Este escenario reproduce la misma dinámica de desigualdad que el siglo pasado, donde las clases populares no cuentan con los recursos, ni el control sobre los espacios digitales “de reunión”, quedando atrapadas en debates falaces, sin poder real.
Los propietarios de las plataformas nos mantienen debatiendo en un tiempo y espacio obsoleto, centrado en discusiones superficiales, manipulando el debate público y desviando la atención de las clases populares sobre lo verdaderamente esencial, que es disputar el tiempo disponible que genera esta transformación tecnológica, tiempo ajeno apropiado por las clases dominantes.
La disputa entre capitales por nuestra atención, ha sofisticado los mecanismos de dominación, transformando las estrategias en las que se realiza la lucha social. La guerra de posiciones descrita por Gramsci (1971) parece configurarse en un nuevo campo de batalla, asumiendo la virtualidad como territorio de disputa y adoptando el formato de una guerra de redes. Instrumentos como la fragmentación algorítmica, el modelado de contenido por IA y la automatización del discurso público por bots, son algunos de los ejemplos de cómo esta disputa se está llevando adelante.
Es en este contexto, que observamos cómo las llamadas “derechas alternativas” entendieron cómo capitalizar la crisis democrática de este tiempo. De la mano de las tecnologías en lo material, del aceleracionismo en lo teórico y de la libertad en lo ideológico, están logrando cubrir el espacio político-representacional vacío. Hay una puesta en marcha desde las redes sociales, controladas por la Nueva Aristocracia Financiera y Tecnológica, de una producción de “nuevos signos” que expresan una recodificación de lo existente, una reconfiguración de las territorialidades, nuevos órdenes sociales y nuevas subjetividades en curso.
De esta manera, el avance de las fuerzas neofascistas a nivel global, no constituye un fenómeno esporádico y superficial, sino que responde a la estrategia de poder de un proyecto de capital neoconservador que estructura un bloque histórico y acaudilla una fuerza social según los intereses de este sector de la nueva aristocracia capitalista. Muestra de ello, son los espacios de articulación entre líderes ultraderechistas a nivel mundial como la Conferencia Política de Acción Conservadora (CPAC), la “Carta de Madrid”, la Unión de Partidos Latinoamericanos (UPLA) y la Fundación Libertad o la Red ATLAS, en donde se direcciona la conformación del entramado estratégico neoconservador.
Mientras tanto, nos encontramos inmersos en una decadencia económica, cultural, política y filosófica, casi involutiva. Esta crisis civilizatoria constituye un éxito para la nueva aristocracia, que destruye las capacidades creativas y de observación de la humanidad, con la sobreinformación difícilmente procesable y discursos sobreideologizados ocultando el verdadero problema, que es el tránsito hacia un sistema de mayor explotación, pero de aparente libertad.
De este modo, la virtualidad no sólo se convierte en un espacio de interacción, sino en un terreno donde se reproduce y perpetúa la explotación, disfrazada de conectividad y entretenimiento. Este sistema digital está configurando un GPSocial (devenir) que orienta nuestras acciones hacia la construcción de un mundo virtual. Nos convertimos en prosumidores, fusionando consumo y producción con nuestro trabajo. Las desgracias se naturalizan, los deseos fabricados se multiplican y nos sumergen en un estado de carencia permanente, impulsándonos a perseguir fines ajenos en lugar de los propios.
La Nueva Fase Financiera y Digital ha traído aparejada un proceso de hiper fragmentación social e individualización atomizante. En palabras de Raúl Zaffaroni (2024) están promoviendo la pulsión a la soledad, es decir, a desentenderse del destino como integrante de una comunidad. En lo social, híper fragmentación y aislamiento; en lo económico, combinación global de la producción y el consumo. Estas son las principales consecuencias de la nueva fase del capital en la que nos encontramos.
Si el capital ha logrado reinventarse, consolidando nuevas formas de explotación y hegemonía a través de la digitalización, ¿qué estrategias nos quedan para disputar el sentido común y reconstruir un horizonte emancipatorio? ¿Cómo podemos articular una alternativa política que no solo resista la fragmentación impuesta, sino que también logre recuperar la capacidad de agencia colectiva?
La aceleración tecnológica y la reconfiguración del poder han transformado los escenarios de lucha, desplazando el conflicto hacia territorios virtuales controlados por las aristocracias del capital. Ante este panorama, la batalla cultural ya no puede librarse con las mismas herramientas del pasado; requiere una comprensión profunda de los nuevos mecanismos de dominación y, sobre todo, la capacidad de intervenir activamente en los espacios donde se moldean las subjetividades contemporáneas. ¿Cómo disputamos el tiempo expropiado, las narrativas automatizadas y los espacios de reunión digital? ¿Es posible recuperar lo común en un mundo diseñado para la segmentación y el aislamiento? Estas preguntas serán el punto de partida para pensar alternativas reales y concretas a la situación en la que nos encontramos.
Lo Humano Frente a la Máquina: Praxis, Organización y la Lucha por el Sentido Histórico
Si no analizamos esta nueva fase del capital desde una mirada que abarque la totalidad del ser social, corremos el riesgo de quedar atrapados en las trampas ideológicas que perpetúan su hegemonía. La disputa no es solo económica, sino también cultural y política: el capital nos ha convertido en meros engranajes de su maquinaria digital, alienados de nuestra propia producción y desconectados de nuestra potencia creativa. La aceleración tecnológica no ha significado emancipación, sino un mecanismo más sofisticado de expropiación del tiempo disponible, de colonización de nuestras experiencias y de consolidación de un mundo en el que todo, incluso nuestro espíritu, se vuelve mercancía.
Vivimos en una época de un post-humanismo exacerbado, donde las corrientes ideológicas promovidas por la dinámica del mercado nos empujan a la pasividad cómplice y la resignación embrutecida. Desde los aceleracionistas como Nick Land, que abrazan la disolución del sujeto en un delirio tecno-capitalista, hasta las supuestas críticas de Harari (2024), que desembocan en un reformismo superficial que evita cuestionar las bases estructurales del sistema, ninguna de estas propuestas parece comprender la necesidad urgente de develar las condiciones materiales de existencia y las relaciones de poder que sostienen la actual fase del capitalismo financiero y digital.
Recuperar una mirada de un humanismo crítico y radical, que parta desde el trabajo de los hombres y mujeres que construyen día a día su sociedad y su historia, resulta fundamental para asumir la responsabilidad de la construcción de un nuevo horizonte emancipatorio. Este humanismo deberá crecer desde los explotados y dominados, desde aquellos a quienes siempre se les negó su condición humana en beneficio de minorías privilegiadas que han apropiado la riqueza socialmente producida.
No puede ser un humanismo abstracto ni meramente discursivo, sino una praxis que desafíe las estructuras de opresión y devuelva a las grandes mayorías el control sobre sus propias vidas. Solo un humanismo nacido desde la lucha, la organización y la conciencia histórica podrá romper con la alienación y abrir el camino hacia una verdadera emancipación colectiva, donde el porvenir social no sea sufrido como un destino inevitable, sino como el proyecto consciente del hombre haciéndose a sí mismo.
Como afirmaba Perón (1974), necesitamos un progreso técnico y científico que no se edifique sobre el sacrificio de nadie, sino sobre la felicidad de los pueblos y la grandeza de un mundo futuro. El desafío consiste entonces en apropiarnos del desarrollo científico y tecnológico en curso, que nos pertenece en tanto es producto del conocimiento humano acumulado históricamente. No se trata solo de resistir, sino de disputar la hegemonía, de hacer que el tiempo socialmente liberado por la automatización no sea apropiado por el capital, sino que se ponga al servicio de las grandes mayorías.
Para ello, es necesario poner en el centro de nuestra reflexión al ser humano concreto, en tanto ser histórico. La transformación social no ocurre en el plano de las ideas abstractas, sino en la materialidad de la praxis revolucionaria, donde el ser humano solo puede superar los condicionamientos de su existencia a través del trabajo y la acción. Lejos de encontrarnos ante el ocaso de la historia del hombre, observamos cómo las contradicciones que atraviesan el sistema no son estáticas, sino que, como la historia misma, están en permanente movimiento. Y es en este movimiento donde se abren las posibilidades de ruptura.
Ninguna inteligencia artificial ni ningún otro fetiche tecno-capitalista podrá ocultar el verdadero origen del porvenir que intentan imponernos como destino. No es la tecnología autonomizada la que define nuestra historia, sino, una vez más, el hombre explotando al hombre a través de las cosas. Detrás de la aparente autonomía de los algoritmos y la automatización, persisten las mismas relaciones de poder y dominación que han estructurado el capitalismo desde sus inicios. No es una supuesta inteligencia artificial la que dicta el rumbo del mundo, sino los intereses de quienes la diseñan, la controlan y la ponen al servicio de su acumulación.
Por eso, frente a la negatividad deshumanizante que el capital impone al colonizar todos los tiempos y espacios vitales, debemos construir espacio de disputa y construcción de poder popular. Nos preguntamos una vez más: ¿cuáles son las acciones emancipadoras con la capacidad de fortalecer los coeficientes de adversidad social contra el sistema que pretende reducirnos a objetos? Porque, sartreanamente, “decir lo que ‘es’ un hombre es decir, al mismo tiempo, lo que puede”, su posibilidad de superación. No tenemos más que dos alternativas: actuar como esclavos o ensayar la soberanía, un movimiento de insubordinación.
Necesitamos millones de espacios oxigenados de acción y reflexión, donde la sobreabundancia de información no sea un mecanismo de saturación y parálisis, sino un insumo para proyectar un futuro posible. Es imprescindible disputar las redes –las actuales–, invadiéndolas con nuevas ideas-fuerza que desplacen la exterioridad alienante y abran camino a una positividad posible: la de servir como medio para la reciprocidad vivida, para la construcción de una praxis común y emancipadora.
Es posible, en espacios comunes, hacer estallar los límites actuales y abrir tiempo y espacio para la construcción de sujetos-grupos soberanos, que se contrapongan en la praxis al sujeto-subhumano que el sistema-mundo-capitalista, racista, colonial y patriarcal produce hoy. La tarea es clara: superar la inercia del ser-sentido-común mediante una dialéctica constituyente, que no solo critique la realidad, sino que la transforme, que constituya un nuevo sujeto, que forje un ser humano libre.
Hoy, si no rediscutimos nuestro propio proyecto como mayoría explotada, lo que está en juego no es solo la propiedad de los medios de producción, sino nuestra esencia misma. ¿Seremos capaces de retomar el control sobre nuestro destino o permitiremos que nos conviertan en simples operadores de un sistema que se reproduce a costa de nuestra humanidad?
La disputa es por el espíritu de la humanidad, por la creación histórica, por la posibilidad de un comun-mismo que devuelva a la sociedad el control sobre su presente y su futuro. La única impotencia real es la de quienes renuncian a organizarse, a articularse, a imaginar que otra historia es posible.
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