top of page

La Grasa del Bife

  • Tosco
  • 16 jul
  • 5 Min. de lectura

«La civilización es, entre otras cosas, el proceso por el que las primitivas manadas se transforman en una analogía, tosca y mecánica, de las comunidades orgánicas de los insectos sociales». Aldous Huxley.

ree

Cuando Renato Mancelli escribió La Grasa del Bife aún no había desposado a Maribel Fernández Ramírez.


En primera instancia, la idea del libro era exponer los entretelones ganaderos que comprometían directamente tanto a terratenientes provinciales como a la oligarquía nacional de un territorio despojado de asombro.


Licitaciones, beneficios exportadores, atajos fiscales e incluso la desviación de un tramo del río que favorecía el riego de los campos de un inversor extranjero, fueron el asomo primario de un escándalo en puerta. Se encendió la alarma, los medios recogieron el guante y los partidos opositores vieron, como quien se encuentra con un viejo conocido por casualidad, la ocasión para cuestionarle a la tercera generación de los Visconti la gobernación de la Provincia.


La trama es tan compleja como sencilla: un reportero siguiendo otro escándalo de favoritismo empresarial sin destino probatorio a la vista.

Renato Mancelli era un periodista galardonado. No había premio nacional con que el hombre no se haya cargado. Así las cosas, y si bien no había dudas de que era la persona correcta para el trabajo, lo mandaron de la Capital como castigo, su más reciente adhesión al sindicato y la actitud política en la cafetería del medio, sumado a los rumores de las últimas pascuas en San Clemente del Tuyú, con Silvana, el amor pretendido por el principal editor y su jefe inmediato, le dieron a la gerencia el material necesario para justificar su partida.


—Vaya tranquilo, Mancelli —dijeron.


Aquel cronista forjado en la redacción de “América Primero”, entendió el gesto editorial y llegó fastidioso a la Provincia después de nueve horas en un incómodo coche semicama. Comenzó a trabajar ni bien se acomodó en un modesto hotel céntrico.

Lo primero que hizo fue preguntar por el asunto a quien se le iba cruzando: el remisero que lo llevó al hotel, el conserje y la gente de a pie mientras iba rumbo a la Casa de Gobierno

Mancelli llevaba el oficio con tal naturalidad que ninguno de los conversados sospechaba de sus pretensiones. Sin embargo, luego de innumerables evasivas de la secretaria del Gobernador, una tal Marcela, estaba claro que los principales involucrados no lo querían atender.


El silencio fue el termómetro que registró la temperatura ambiente del lugar al que había llegado.   

Los días pasaban. Renato Mancelli siguió con lo suyo. Prolijo el hombre, durante el día, caminaba, husmeaba, leía los diarios, preguntaba, iba, venía y anotaba cosas que creía de utilidad futura en un cuadernillo. A la noche escribía en la cafetería del hotel.


Al tiempo, Renato Mancelli, empezó a molestar.


Sus artículos, que daban cuenta de la parquedad que prevalece en el escarpado camino hacia la verdad, habían servido para que los medios más importantes del país envíen a sus más reconocidos periodistas e incomodar a los caciques de la Provincia. Justino Visconti lo recibió en su despacho.


Rápido para el asunto, Mancelli fue a lo suyo. Insistió, con la frescura que promovía su blanca y enorme sonrisa, sobre la necesidad de visitar los puntos provinciales más álgidos del conflicto y tener un claro acceso a los archivos judiciales sujetos a la cuestión.

En su lista de potenciales entrevistados se encontraban personajes de todo tipo: choferes personales de los Visconti, responsables de campos, posibles testaferros, contadores, personal impositivo, recaudadores fiscales, títulares de propiedades, más el plano hídrico de la Provincia con los jueces firmantes de las concesiones sospechadas.


—Vea usted, Doctor —dijo mirando a través de la ventana, como si estuviera a punto contaminar el ambiente con la palabra y sin necesidad de tener que depositar la verdad en los ojos de Visconti. El país espera alguna novedad. Algo hay que mostrar, al menos antes de que nosotros, los periodistas, empecemos a mentir. El tema es innegable y, sepa usted que yo no vine aquí a juzgar, pero no se puede omitir que los diarios empiezan a escribirse solos. El rumor es un alimento que se digiere fácil, Doctor.


Mancelli se movía bien. Ávido para convencer, sus credenciales lo sostenían. Pero el caso es que Visconti sabía dónde estaba sentado, y que lo haya recibido en la Casa de Gobierno, que no era un acto menor, le mostraba a la opinión pública que nada había que esconder.


—Tampoco se apresure, estimado periodista. Acá el tiempo corre, pero distinto. Usted viene, finalmente nos conocemos, conversamos. Mañana será otro día, Renato, si no le molesta que lo llamé así. 


Los Visconti no eran nuevos en aquello. Que la Capital atienda, por presiones políticas, las sospechas de lavado de dinero, fraude electoral, aprietes –incluso algunos en los que se les había ido la mano– y toda la batería de insolencias que tan bien caben en los maletines, no significaba que en la Provincia se levantase polvo alguno. Los negocios cruzados entre los partidos políticos que empañaban a oficialistas y opositores y casamientos entre las promesas de las familias más acaudaladas del país tejieron el entramado que tanto presumen los intocables.


Mancelli se convertía en un asunto a resolver.


El Gobernador abrió las puertas de su despacho. Las entrevistas, que en un principio algunas fueron publicadas en el diario, se convirtieron en conversaciones sensatas y almuerzos donde el Gobernador llevaba alguno de los solicitados por el cronista.

En una sobremesa, el Gobernador lo invitó a conocer la estancia “La Soñada” para un cumpleaños familiar. La propiedad bandera donde pocos se jactaban de haber puesto allí los pies. Cuarenta invitados pasaron el día entre asadores, bailes, empandas fritas, jineteadas y la guitarra que anocheció cerca del fuego para llorar por un tiempo perdido.

 

No había dudas de que los Visconti eran gente de campo. Aceptó con gusto la invitación a pasar la noche y convalidó con el gesto lo que tan gentilmente le habían convidado.

Al día siguiente repartieron monturas y arriba de un alazán marchó a recorrer el campo con los varones de la familia. Las palabras prometidas en el llano habrán sido como un bolero que adormece por lo dulce, promete por su llanto y deslumbra en su rima. Sin embargo, sordas como el primer silencio, allí quedaron. 


Renato Mancelli renunció al diario. Instalado en la Provincia se desempeñó como director del histórico “La Mañana provincial”, luego como jefe de Prensa de la gobernación y, por último, como vocero y asesor personal de la familia Visconti.


De cualquier manera, La Grasa del Bife se imprimió cuando el caso había pasado de largo. La investigación se redujo a un prolijo estudio del hombre, el ambiente y los ribetes patrios de la hacienda nacional. De fácil lectura, mostraba muy por encima pequeñas irregularidades en dos boletos de compraventa de las hectáreas comprometidas por la desviación del río y aclaraba, más temprano que tarde, que el mal trago había sido por confiar en unos abogados rapaces y en una escribanía que para hacer un favor se ensució el nombre de una buena familia. Contra todo pronóstico, el libro se vendió bastante bien y se repuso con frecuencia en los puestos de diarios de la misma terminal de ómnibus a la que había llegado en aquel insufrible semicama.

 

A Maribel Fernández Ramírez la conoció durante un viaje a Madrid. Se casaron dos años después. Chilena de nacimiento, nunca le perdonó el título del libro.

Comentarios


bottom of page