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La maldita

  • Foto del escritor: Matías Segreti
    Matías Segreti
  • 3 jun
  • 3 Min. de lectura

Al terminar la calle hay una casa. Tiene el frente empapado de grietas y una puerta de cedro. La casa tiene un pasillo y al final del pasillo hay una pieza. Huele a mandarina y azufre, la ropa se amontona y la luz se dispersa. Hay una sola camita con el elástico vencido.

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Cuando el invierno llega, en ese dormitorio se enciende un brasero. Hojas de eucalipto para perfumar, ramas de paraíso para calentar. Le han dicho que pino no, el pino escupe una resaca que empantana el aire y la resina se acumula en el brasero. La vieja igual prende cada tanto una rama de pino, le gustan sus astillas, el modo en que humea. Los más jóvenes insisten en que no prenda más eso, que es peligroso, que se puede incendiar la casa. La vieja les dice que sí, hace algo con la cara que parece una sonrisa y cierra la puerta. Después se le abre la boca y dice, mal cáncer los coma, mientras hace nudos con los dedos. 

 

Cuando el verano llega una música sale por las ventanas. Desde adentro de la habitación la mujer vieja prende la radio y deja que el sonido acompañe el día. Una canción tras otra, una orquesta, un cantor, cada tanto hay algún anuncio, pero sobre todo es música. A la tarde le tocan la puerta, le dicen que baje el volumen. Le golpean, una, dos veces y ella nada, no contesta. Se van diciendo, vieja de mierda, pero la mujer no abre la boca. Al rato, cuando sabe que no la escuchan hace una oración, maldigo toda tu vida en nombre del dolor que me causas, la maldigo, que el diablo se coma tu suerte. La vieja se va a dormir masticando el ácido de sus encías,


A veces, solo a veces, aparece uno de los hijos. Nunca vienen juntos, por lo general se presenta el mayor, los otros tres hace rato que no la visitan. Ma, le dice, te traje esto y le da un canasto y algunas bolsas. La mujer revisa las bolsas con las uñas, escarba entre las papas y los paquetes de arroz, después lo mira con desprecio y le pregunta por sus hermanos. El mayor se encoge de hombros, primero porque sabe que no la quieren ver, segundo porque él tampoco los ve. La vieja lo despide rápido. La tierra los devorará, dice una vez cerrada la puerta. Antes de irse el hombre le da unos pesos al dueño del conventillo.


Hace varias noches que se despierta sobresaltada. Un sueño que se repite, un hombre con la espalda blanca, un varón joven, una sangre que probó. Hay una imagen anterior a lo maldito. Es en el campo, cerca de la estancia de Los Güemes, donde su padre fue peón, donde su madre fue entregada. Hay un momento en que cree ser feliz, es el instante anterior a que la entreguen a ella también, son los momentos antes de que el patrón le haga los hijos que tiene. Cuando termina el sueño y las cosas se oscurecen intentar retener la cara de ese hombre, la reconstruye a medias, un baile, la música que se parece a un viento campero, un perfume dulzón, el olor a vino en su cuello, el barro que desarma el césped y una frase que dijo antes de que le clave una daga en el pecho, bestia sin nación, maldita serás. Luego los ojos muertos. 


La vieja se fastidia, larga un alarido y su última infección. Mal fin tenga tu cuerpo, permita Dios que te veas en las manos del verdugo y arrastrado como las culebras, que te mueras de hambre, que los perros te coman, que malos cuervos te saquen los ojos, que Jesucristo te mande una sarna perruna por mucho tiempo, que mis ojitos te vean colgado de la horca y que sea yo el que te tire de los pies, que los diablos te lleven en cuerpo y alma al infierno.


Algunos días después vuelve el hijo. Lo llamaron porque en la pieza hay olor y nadie quiere entrar. El hombre intenta abrir la puerta, lo ayudan otros dos, tienen que empujar y romper la trabita. Cuando logra entrar ve a su madre, sus labios parecen dibujar una medialuna o una cueva, está al fin muerta, con el cuello roto y una marca roja en los pies.





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