La riqueza del mundo y la sombra de la explotación
- Martín Mosquera
- 28 jun
- 9 Min. de lectura

En la ideología dominante, la riqueza parece emanar naturalmente del emprendedor, del capitalista que “da trabajo” y “genera valor”.
No se trata de una novedad, sino de una figura consustancial a la lógica del capital: una inversión sistemática que transforma al explotador en benefactor. Desde sus orígenes, el capitalismo da lugar a esta mistificación, a la que Marx se refería como una “realidad invertida”.
¿De dónde proviene, en realidad, la riqueza? He ahí el enigma fundacional del modo de producción capitalista. El dinero parece engendrar más dinero, como si su reproducción fuera automática. Pero si el intercambio entre capitalistas y trabajadores fuera realmente un trato entre iguales —equivalente por equivalente— no se produciría ningún excedente. Sería, como mucho, un juego de suma cero: lo que uno gana, otro lo pierde. La acumulación sistemática de riqueza no podría explicarse.
En las sociedades precapitalistas, la producción de riqueza y su apropiación eran transparentes: el campesinado o los artesanos generaban bienes, y los señores se apropiaban de una parte mediante la coacción directa, el tributo o la violencia. La explotación era visible y brutal. En el capitalismo, en cambio, todo se vuelve opaco. En la superficie, lo que se presenta es un intercambio voluntario entre sujetos libres e iguales: el trabajador vende su fuerza de trabajo, el capitalista la compra. Ambos aparecen como sujetos jurídicos equivalentes. Pero en esa igualdad formal se esconde una relación de dominación.
El capitalismo es, en ese sentido, la primera forma de explotación que incorpora en su interior una forma estructural de igualdad. Se suele subrayar que se trata de una igualdad formal, y con razón. Pero lo formal no es sinónimo de ilusorio. Al contrario, esa igualdad tiene efectos materiales reales: organiza todo el campo social, no como un espacio homogéneo, sino como un terreno atravesado por la contradicción entre una igualdad jurídica universal y una desigualdad material estructural. Este es el marco general y material de las luchas igualitarias modernas, entre ellas la lucha contra el capitalismo mismo. Por eso Marx dijo que el valor en el capitalismo había convertido a la igualdad en un «prejuicio popular».
Daniel Bensaïd lee El Capital, especialmente en torno a la cuestión de la plusvalía, como una novela policial, una novela negra, en la tradición de Balzac, Dickens, Poe, Wilkie Collins y Conan Doyle. Un relato atravesado por el misterio y la investigación: ¿de dónde proviene el beneficio capitalista? Una pregunta que luego adquiere una forma más precisa: ¿quién se robó la plusvalía?
El mercado, la circulación de mercancías, aparece como el escenario bullicioso donde reinan la libertad y la igualdad modernas. La revolución francesa parece haber hecho su trabajo y cumplido sus promesas. Capitalistas y proletarios se encuentran allí como sujetos libres, celebran un contrato laboral, y sellan un acuerdo entre “iguales”, al menos en el plano jurídico. Pero nada de esto resuelve la cuestión de fondo: ¿de dónde proviene la riqueza? ¿Y qué tipo de relaciones sociales se esconden bajo esta fachada de igualdad?
¿No habrá, como en el feudalismo o la esclavitud, una relación de subordinación y explotación bajo formas distintas, más sutiles? En la interpretación de Bensaid, “Marx detective nos indica que debemos buscar en otro sitio, saber lo que ocurre entre bastidores, en el subsuelo, en los sótanos, donde está la solución del misterio”. Hay que bajar al subsuelo, a los sótanos de la producción, donde se revela lo que el mercado encubre. Allí, en ese espacio oculto al ojo inmediato, se encuentra la solución del misterio: no hay milagro ni magia, sino trabajo vivo puesto a producir valor bajo condiciones estructurales de explotación.
Bajo la forma jurídica de un contrato laboral, con apariencia de igualdad entre libres compradores y vendedores de fuerza de trabajo, se consagra una asimetría radical. El salario no paga lo que el trabajador produce, sino lo que necesita para reproducir su fuerza de trabajo. Lo que producen los trabajadores durante su jornada laboral vale más que ese salario. Esa diferencia, el plusvalor, es apropiada por el capitalista como ganancia. Esta apropiación privada del producto social del trabajo es lo que constituye la explotación capitalista.
La explotación, por tanto, no es un accidente moral ni una desviación patológica del sistema: es su norma, su principio organizador. El capital no puede existir sin consumir más trabajo del que retribuye. Por eso, toda relación salarial —por más voluntaria que se presente— está atravesada por una violencia estructural. Marx la llamó “coacción muda de las relaciones económicas”: una forma de dominación propia del capitalismo, abstracta, impersonal, ejercida sin necesidad de intermediarios visibles.
Un texto reciente, significativamente titulado Coacción muda: el poder económico del capital, ofrece una introducción lúcida a esta cuestión. Su autor, Søren Mau, define el poder económico del capital como una fuerza que escapa a la dicotomía clásica entre violencia e ideología que domina la ciencia política. A diferencia de esas formas de poder, que se ejercen directamente sobre los sujetos, el poder económico actúa de otra manera: no se impone por la fuerza ni convence con ideas, sino que transforma el entorno en el que las personas viven. En concreto, despoja a los trabajadores de todo lo que podrían usar para producir por sí mismos, obligándolos a vender su fuerza de trabajo si quieren sobrevivir. Es un poder sin centro, sin un sujeto que lo dirija desde arriba. Nadie lo “decide”, pero se impone igual. Se trata, ante todo, de un poder sin sujeto: nadie lo ejerce desde un centro de mando.
La sociedad capitalista se rige por relaciones sociales convertidas en abstracciones reales, cuyos movimientos opacos llamamos, simplemente, “la economía”.
Volvamos al Marx detective. Como vimos, en su novela negra concluye descubriendo el sucio secreto del capitalismo: este sistema social no está basado en el intercambio entre iguales sino en la apropiación del trabajo ajeno. Esto tiene muchas consecuencias, entre otras, que no existe la economía como algo separado de la política y la lucha entre las clases. La relación de explotación no es una mera “relación económica”: es una relación de subordinación política. Por lo tanto, Marx está descubriendo, en último término, que en el núcleo de la acumulación capitalista hay algo diferente de la «economía», es decir, la lucha de clases y todo lo que ella conlleva: conflicto, ideología, derecho, etcétera.
En la tradición marxista, la noción de explotación está estrechamente vinculada a la teoría del valor-trabajo o teoría objetiva del valor. Desde Adam Smith y David Ricardo hasta Karl Marx, la economía clásica sostuvo —con matices y diferencias— que el trabajo es la fuente última del valor. Esta teoría ha sido objeto de debate durante los últimos dos siglos, y no han faltado interpretaciones divergentes.
También dentro del marxismo, la teoría del valor ha sido objeto de críticas, revisiones y reformulaciones: algunos marxistas contemporáneos, por ejemplo, subrayan una ruptura radical entre la concepción ricardiana y la marxiana, más que una continuidad. No nos detendremos aquí en ese terreno, que es vasto y técnico. El problema se concentra, en buena medida, en la famosa cuestión de la transformación de los valores en precios, un punto arduo que ha alimentado bibliotecas enteras y que excede el propósito de este texto.
Pero lo que sí conviene destacar es que la demostración de la explotación —y, más ampliamente, la afirmación de que son los trabajadores quienes producen la riqueza social— no depende de una adhesión a la teoría del valor de Marx. Contra lo que creen los apologistas del capitalismo, las críticas a la teoría objetiva del valor, más aún en sus formas simplificadas que son tan habituales en los actuales libertarianos, no compromete el edificio entero de la crítica marxiana de la explotación.
El propio Marx desplegó, en su investigación, una batería de argumentos que podrían reformularse en otros marcos sin perder su potencia crítica de la explotación. Lo esencial no está en los detalles técnicos de la teoría del valor, sino en la estructura social que la crítica de Marx permite iluminar: una forma de organización del trabajo donde una parte de la riqueza producida no vuelve a quienes la generaron, sino que se acumula en manos de quienes detentan el control de los medios de producción. Si entendemos la explotación como el despojo de los productores directos del control sobre el producto de su trabajo —como la apropiación privada, por parte de una clase separada, de una riqueza generada colectivamente—, entonces su crítica no depende estrictamente de la teoría ricardiana del valor.
Como ha señalado Gerald A. Cohen, incluso desde una perspectiva marginalista —que define el valor desde un punto de vista subjetivo, en función de preferencias y escasez—, la denuncia de la explotación sigue en pie. Lo central no es cómo se determina el precio, sino quién produce, quién decide sobre lo producido y bajo qué condiciones. La crítica marxista apunta al núcleo de la dominación: los trabajadores producen los bienes que satisfacen necesidades humanas, pero son expropiados del control sobre el proceso, los medios y los frutos de su trabajo.
Cómo explicar de forma accesible que los trabajadores crean la riqueza y son explotados
Para que una crítica de raíz marxista tenga eficacia práctica y política, debe poder ser traducida al lenguaje común sin perder filo ni rigor. Decir que los trabajadores producen la riqueza no es una cuestión meramente teórica. Pero ¿cómo hacerla inteligible en un contexto saturado de ideologías que naturalizan el orden existente y glorifican al empresario como genio creador de valor?
Una forma clara de empezar es desde lo concreto: ningún bien, ningún servicio útil que consumimos en la vida cotidiana existe sin trabajo humano. Desde el pan de la panadería hasta la electricidad que enciende la luz, desde el celular que usamos hasta la calle que pisamos, todo ha atravesado múltiples procesos de trabajo. La riqueza social es, en este sentido, trabajo humano acumulado.
Sin embargo, en el capitalismo, ese trabajo se vuelve invisible. Lo que se presenta no son trabajadores produciendo riqueza, sino empresas generando “ganancias”, inversores que “arriesgan” capital y un sistema que “funciona” gracias al espíritu emprendedor. Esta es la inversión ideológica que Marx identificó en el fetichismo de la mercancía: los productos del trabajo parecen tener valor por sí mismos, como si fueran cosas naturales, mientras las relaciones sociales aparecen como relaciones entre cosas.
Por eso es necesario volver a ejemplos cotidianos. Si un trabajador en una fábrica produce cien pares de zapatillas por día, pero su salario apenas le alcanza para comprar uno o dos, el resto de su trabajo ha sido apropiado por otro. Esa diferencia es, sencillamente, lo que Marx llamó plusvalor: tiempo de trabajo no remunerado que se transforma en ganancia para quien no trabaja. No se trata de un abuso individual, ni de una injusticia moral, sino de una estructura social en la que quienes no producen se enriquecen a costa de quienes sí lo hacen.
Explicar esto no requiere fórmulas abstractas. Basta con volver a la experiencia concreta del trabajo cotidiano: el cansancio que se acumula jornada tras jornada, los salarios que no alcanzan, el miedo constante al despido, la presión por rendir más en menos tiempo, el control implacable sobre los cuerpos y los ritmos. Todo esto ocurre en un mundo donde la productividad y la desigualdad crecen al mismo tiempo: los millonarios acumulan más riqueza que en cualquier otro momento de la historia. Es ahí, en esta experiencia cotidiana marcada por el agotamiento y la injusticia, donde se revela, todos los días, la verdad del capital.
Conclusión: reapropiarse del mundo que producimos
Afirmar que los trabajadores producen la riqueza no es una simple constatación económica: es una afirmación con consecuencias estratégicas. Si el capital se apropia del producto del trabajo colectivo, entonces toda política de transformación social debe orientarse a revertir esa apropiación. No alcanza con redistribuir los frutos del crecimiento, como sugieren las corrientes reformistas: se trata de intervenir en las relaciones sociales que definen qué se produce, cómo y para quién.
No se trata de corregir los excesos del capitalismo ni de regular políticamente sus desequilibrios. Esa es, en el fondo, la verdadera utopía. El capitalismo impone un margen estrecho —aunque históricamente variable— para las concesiones sociales y la intervención estatal. Allí donde hay capitalismo, hay monopolio privado sobre la inversión. Y ese poder económico actúa como una presión estructural permanente sobre los gobiernos, forzándolos a adoptar normas compatibles con los intereses del capital.
La amenaza persistente de una huelga de inversiones o de una fuga de capitales —con sus efectos desestabilizadores sobre la economía y la gobernabilidad— funciona como un mecanismo permanente de disciplinamiento. De ahí la obsesión de los políticos burgueses por mantener un “buen clima de negocios”. En determinadas coyunturas —alta conflictividad social, aumentos en la productividad o en la tasa de ganancia— pueden conquistarse mayores concesiones. Pero, a largo plazo, se impone el veto empresarial sobre cualquier política que amenace los fundamentos del orden capitalista. La historia, en este punto, ha sido contundente.
En el centro de esta disputa está la propiedad. Mientras la propiedad privada de los medios de producción siga siendo el fundamento de la economía capitalista, la riqueza colectivamente generada continuará apareciendo como ajena para quienes la crean. Por eso, reapropiarse de esa riqueza implica poner en cuestión el orden jurídico, político y económico que la perpetúa.
En un contexto de crisis ecológica, desigualdad obscena y precarización global, esta verdad —que el trabajo es la fuente de toda riqueza— adquiere una urgencia particular. No se trata de nostalgia por el pasado industrial ni de mitologías obreristas, sino de comprender que en la actividad productiva colectiva reside la posibilidad de una nueva organización social.
Comentarios