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Los fuegos fugaces de la Pampa

  • Foto del escritor: Matías Segreti
    Matías Segreti
  • 6 jul
  • 4 Min. de lectura
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Sabemos que la oscuridad predispone y la luz dispone. Lo sabemos porque nos lo han dicho, los viejos señalaron el cielo y pronunciaron las palabras, el sol descubre y la noche oculta. El padre y la madre hablaron, y nosotros, que fuimos jóvenes alguna vez, creímos. ¿De qué otra cosa se hace el mundo, el propio mundo y el mundo más grande, el de la tierra y de los cielos, si no es de lo que uno cree? De eso nos agarramos todos los días, para seguir, para mirar a los ojos de los que amamos y no correr la mirada a los que odiamos, para volver a levantarnos cada día, a pesar de todo, a pesar de todos. 


Mi padre, para dar un ejemplo, creía en sus manos, pero no solo en la forma de sus dedos, en las líneas torcidas, los pelos que nacen cerca de los nudillos, en los callos y las manchas, en los magullones. Creía porque fueron ellas las que lo sujetaron al mundo, fueron sus manos las que trazaron sobre la tierra el dibujo de la casa, las que cargaron desde el camino hasta la lomada los ladrillos que cambiaron el rancho por paredes, las que alisaron los tabiques y abrieron la albarrada para que haya ventanas. Fueron también sus manos las que se extendieron como sombras y tiñeron el cuello de mi madre, las que apretaron hasta que algo crujió, una ramita que cortó el aliento. Fueron esas manos las que sujetaron el revólver y pum, sellaron en su cráneo el boquete escarlata.   


A mi padre lo enterramos la misma noche en que mató a mi madre y se disparó. Cargamos el cuerpo con mis hermanos y el tío Julián. Lo llevamos al monte, lo más lejos que pudimos.


Caminamos un buen rato esquivando espinillos. Pasamos la cantera y después de atravesar un bosquecito de chañares elegimos una hondonada donde pudimos cavar. Nos turnamos porque había una sola pala. La tierra estaba dura, parecía no querer recibirlo, pero fue tanta la rabia con la que paleamos que hicimos un hoyo profundo y lo tiramos ahí. El tío Julián, antes de cubrirlo, escupió sus restos. 


A mamá la velamos durante tres días y dos noches. Vinieron del Jagüel donde había trabajado antes de conocer a mi padre, también de La Cañada donde vivían las primas y de Monte León, tierra de sus padres. Vinieron a llorarla con la misma lástima que le habían tenido en vida, porque para nadie fue sorpresa que mi padre la haya matado y hacía tiempo parecía un fantasma.


Nadie lamentó la ausencia de mi padre, varios se alegraron, se les enredaba la lengua entre los dientes para evitar la sonrisa. Uno solo habló, Rogelio, de La Cañada y tío de mamá. Nos preguntó qué habíamos hecho con el cuerpo, si se le había dado cristiana sepultura y fue el tío Julián el que le dijo que no, que no se venga con esas cosas, que al hombre se lo lleve el diablo. La señal de la cruz se hizo Rogelio y dijo las palabras: que tengan suerte entonces.

Sepultamos a mamá en una parcelita al lado de la capilla. 


Los días se nos fueron pegando, el viento los fue apilando, uno sobre otro, estantecitos de polvo y sal en la boca. Entonces pasó lo que no debía pasar, porque los viejos nos habían dicho que era el sol quien permitía ver y era la noche, con su manto moreno, la que tapaba todo. Primero se abrió una boca entre el pajonal, cerca del arroyo, un lamento blanco que iluminó los árboles y alertó a los renacuajos que fueron a esconderse bajo las piedritas. Otra noche fue un rastro luminoso con forma de renguera, un fulgor glacial. En el monte, cerca de la cantera, la noche se iluminó. No era lo que creíamos, no era lo que nos habían enseñado. Varias veces pasó y los perros en vez de ladrar, huyeron. Una luz blanca, un fueguito fugaz. 


Cansados de la noche fuimos a ver a Rogelio, nos acompañó el tío Julián. Le contamos y volvió a hacerse la cruz, rapidito se la hizo, padre nuestro dijo y nos pidió que lo llevemos a donde habíamos tirado el cuerpo de mi padre. Llegamos después de andar un buen rato, ordenó que lo desenterremos.


El tío Julián reprochó, dijo algo que no se entendió, pero Rogelio habló con calma, vamos a ver, es necesario dijo. Fuimos levantando la tierra con paciencia porque nadie quería ver de nuevo a ese monstruo. Escarbamos con troncos y piedras porque pala no había. Hurgamos en la tierra seca, usamos las uñas como arado, como garras, rascamos, hicimos el pozo hasta que tocamos algo blando. Descubrimos el cuerpo que ya había empezado a pudrirse. Limpiamos la tierra y Rogelio, que veía las cosas antes que nosotros dijo: las manos. 


Levantamos el cuerpo en silencio, al tío le temblaban las piernas, mí corazón se esforzaba queriéndose escapar. Lo llevamos al cementerio y al otro día lo sepultamos con el padre Pedro. Cerramos un círculo mal hecho, un redondel borroso.

¿Las manos? no estaban en ese cuerpo, algo o alguien las había arrancado, un corte perfecto como el del cristal. 


Ahora que no somos más jóvenes y que conocemos al miedo, saber que siguen en el monte y cada tanto iluminan, nos deja tranquilos, sobre todo porque ya no pueden moverse como antes.


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