Mesa siete
- Tosco
- 3 jun
- 4 Min. de lectura

Bajó apurada los tres pisos y salió sin saludar al portero que barría la entrada del edificio de la calle Paraguay. Caminó hacia Canning. Un hombre con un maletín casi se la lleva por delante. Idiota, pensó mientras se daba vuelta para insultarlo, pero no dijo nada. Julián lo hubiese seguido y obligado a disculparse. Con él se sentía a salvo.
Desde el accidente no era el mismo. Lo acompañó en la sala de terapia intensiva del hospital de Madariaga, también con los trámites del seguro y las dos veces que declaró en el juzgado. Pero Julián ya era otro. Un aire infranqueable se fue metiendo entre ellos. Se convirtieron en parajes distintos. El silencio los fue desentendiendo, la distancia, callando, la pérdida, aturdiendo.
Los seis meses de rehabilitación borraron el gesto. Los ataques de ansiedad lo dejaron puertas adentro en la casa de sus padres en Haedo. Ella nunca fue bienvenida. A veces atendían el teléfono y fingían no escucharla, otras, ella no se animaba a decir palabra y cortaba antes de que atiendan. Era cuestión de esperar a que Julián se repusiera para volver a pensar en fugas y lunas de miel. La seña del departamento en Colegiales, el placard de sueños compartidos y las migas de las medialunas en la cama de los domingos a la hora de la siesta. Estaba todo ahí.
El tiempo acomodó la salud y las cosas. Julián volvió al estudio contable y a dar clases particulares de matemáticas. No la buscó nunca.
Él manejaba, se sentía responsable aún habiendo perdido el bazo y algo de sensibilidad en la mano derecha. A Paula la distancia le resultaba insoportable. La culpa cuando repasaba la escena en busca de la fracción de segundo en que sus manos, por única vez, no se entendieron la sacaba de quicio. El mate que no llegó nunca, el volantazo, la banquina, el auto dado vuelta, las ambulancias, el pasto húmedo sobre el pómulo derecho, Julián a unos metros buscando aire, tibio de sangre.
Prefirió no pensar más en aquello, no cargarse el gesto de angustia y siguió caminando un poco ansiosa, con la boca reseca, sin sed. Esquivó las baldosas flojas para no ensuciarse las sandalias rojas hasta que se detuvo frente a una vidriera con puerta de doble hoja y tres maniquíes por lado. El sol se escondía detrás de los edificios. Una blusa negra con lunares, estilo Hedy Lamarr, ocultaba apenas su reflejo. Aquella tarde no se cambió el vestido que hacía juego con las sandalias. Llevaba el pelo suelto por debajo de los hombros. La cara angular y lívida se apoyaba sobre el cuello delgado. Se tocó el hombro. La quijada de Julián en cada mordisco, el jean hinchado y la camisa arrugada en el piso, la hicieron caminar de nuevo. La brisa debajo del atardecer naranja le habría marcado los pezones de no llevar puesto el saquito de hilo negro.
Desde Aráoz vio la ochava de Varela Varelita. Él prefería la mesa de la ventana que daba a Paraguay. No fumaba, pero pedía que dejaran el cenicero de Cinzano violeta. Por estética, o para presumir el cóctel del cual se jactan los falsos intelectuales, buscaba el barcito de barrio. A simple vista, a esa hora y en esa ventana, aparentaba ser un hombre instruido que dejaba caer el día sumergido en literatura decorativa. Pero no era intelectual, sino más bien un tipo de números jugando a conversar con grises artistas de paso. Paula siempre pensó que el bar era un cúmulo de apariencias en donde unos y otros se conocen mediante engaños.
Cruzó la avenida despacio y entró al bar aprovechando el vaivén que dejó en la puerta Eugenio, el mozo de siempre. Eligió una mesa del fondo, se sentó contra la pared de frente a la puerta y esperó. El olor a café, el barullo de la hora pico, el ir y venir de Eugenio, la mesa sin levantar con dos tazas vacías con un conito de anís, las caras comunes, los sacos con pitucones, bufandas cuadrillé y Julián sobre la ventana, de espaldas a la puerta, con una camisa a cuadros. Tardó algunos segundos en reconocerlo. Estaba más gordo, bien afeitado y no tenía ningún libro. Pensó en acercarse, taparle los ojos y hablarle al oído para que él finja no reconocerla, pero aquella era una complicidad perdida. A lo mejor salir y dar la vuelta manzana, hacerse la distraída, encontrarse con la mirada, dibujar una sonrisa y él, sorprendido, se levanta, sale a buscarla y en un abrazo le quita el frío. Salió con prisa para que no la vea. Caminó los tres giros a la izquierda, Charcas, Malabia y Paraguay. Cruzó los brazos tomando las solapas del saquito negro, levantó los hombros y hundió el mentón en el cuello. Los últimos metros antes de llegar a la ventana lo imaginó de frente y con los codos apoyados sobre la mesa. Se sorprendió cuando lo vio fumando con la mirada pesada, pérdida. Lo encontró pálido y culpó al frío. Estaba ahí, pero no era él. Inmóvil, notó lo bien que le quedaba el cigarrillo en la mano. Con la mirada puesta en el café cortado, no la vio venir. El humo, la boca, la mueca de angustia y Eugenio alcanzando el cenicero. Paula se ahogó en un grito mudo, hacia adentro. Intentó una seña, pero no pudo mover los brazos. Sin poder acercarse a la ventana gimió un boceto de llanto. La desesperación de estar por fin tan cerca y no poder moverse fue cediendo hacia una suave calma. Ahora entendía sin miedo. Se le humedecieron los labios con un dejo de olor a clavel. El viento tiró al piso una de las sillas que estaban sobre la ochava. Julián levantó la vista y vio el árbol de otoño a través del vestido decolorado sin sangre. El golpe seco contra el parante del lado del acompañante le rompió el cuello antes de salir despedida del coche. De haber sido él, pensó, ella no estaría al otro lado de la ventana, tan muerta.
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